Investigamos y promovemos el acercamiento entre las culturas catalana y americanas, dándolas a conocer al público en general.

Carlos Monsiváis (in memoriam) Lágrimas de piedra en el Bicentenario (2210)

Especial Bicentenario

Carlos Monsiváis, cronista de la vida cotidiana, del arte y la cultura popular de los mexicanos, falleció el viernes. La noticia abrió una herida profunda entre sus lectores, amigos y entusiastas seguidores. El cuerpo del cronista de los últimos años en México y uno de los intelectuales más críticos y populares fue recibido, entres lluvias de aplausos, por una multitud en el Museo de la Ciudad de México, donde fue velado. Como homenaje a “Monsi”, publicamos hoy el epílogo de su último libro donde habla del bicentenario del fin de la humanidad.

*Carlos Monsiváis

Epílogo

El Comité Organizador de los Festejos Luctuosos del Bicentenario de la Desaparición de la Humanidad antigua ya anunció el magno espectáculo de luz y sonido en memoria de incontables milenios y del triste final del género humano. Hace todavía cien años, comentó el organizador, no habría sido posible esta apoteosis de la obligación de recordar, no sólo por el olvido de los idiomas, tan lentamente recuperados por los especialistas, sino porque las condiciones atmosféricas no lo hubiesen tolerado. El programa de Festejos Lúgubres empezará con un homenaje rencoroso al Calentamiento Global que eliminó hace doscientos años la vida en el planeta. Debemos aceptar las grandes diferencias con nuestros semiancestros, y es justo reconocer que somos descendientes del Calentamiento Global.

Se insiste en lo que todos los integrantes de la Poshumanidad conocemos: el CG (para ya no repetir lo del Calentamiento Global) afectó la geología de la Tierra, convocó los desastres naturales, los terremotos, las avalanchas de nieve, las erupciones volcánicas de gran intensidad, los tsunamis que ahogaban a las propias olas. Extraigan los recuerdos de su ADN, se nos dice, los días de la intolerable temperatura en la atmósfera, los recuentos patéticos de las sumas del horror: los millones de toneladas de dióxido de carbono emitidas por vehículos, fábricas, centrales energéticas y aviones.

Allí están las imágenes remasterizadas (el sistema visual de cada persona está remasterizado), las secuencias que aún estremecen de las convulsiones atmosféricas, las revoluciones oceánicas, las metamorfosis de la geología y la geomorfología. Sin necesidad de los paleolíticos efectos especiales se aprecia cómo, gracias al deshielo de glaciares, se abren paso, ya sin obstáculos, las lluvias torrenciales. Y que nos lo digan: al derretirse la capa de hielo de la Antártida, el nivel del mar aumentó 61 metros, no desde luego medidos, sino calculados; la cifra que aterró en aquella época sepulta e insepulta, entonces al tanto de los seis metros suficientes para inundar Londres o Nueva York. Y no dejen de mencionar el hidrato de metano, acumulado en las capas milenarias de hielo que, al descongelarse, probaron su potencia, veinticinco veces más poderosa que el dióxido de carbono.

Como es previsible, el Festival Luctuoso del Bicentenario no consistirá básicamente en enumerar profecías ya cumplidas ni en censurar errores de cálculo del capitalismo salvaje, ni resucitará temas que enconen a los fantasmas del pasado. La idea es, tómese como se tome, aceptar los grandes cambios y ensalzar a la Poshumanidad. ¿Qué se gana con tener presente a esas razas de apariencia espantosa como precisan las fotos rescatadas? ¿Qué sentido tendría una mera evocación llorosa? Más bien, el Comité reparte invitaciones para su primera actividad: un desfile de carros alegóricos submarinos con escenas arcaicas de frotamiento incomprensible de los cuerpos. Eso es sólo el principio.

Entre los documentos que han llegado a manos del Comité Organizador de los Festejos Luctuosos del Bicentenario de la Desaparición de la Humanidad, se hallan las siguientes recomendaciones del empresariado internacional (2020):

1. Si el Apocalipsis o, como le dicen ahora, el Calentamiento Global, va amon ser negocio, no tenemos inconveniente en su llegada. Lo que no se puede aceptar es un acabose no rentable, algo que por sí mismo desalienta las esperanzas de las inversiones a plazo fijo y el manejo bursátil de la confianza en el posfuturo.

2. Si se anuncia la gran catástrofe, no vendas todas tus propiedades, por devaluadas que estén. Resérvate tu casa, la comida real y virtual y un caudal de DVD por si el Juicio Final se prolonga al ser tantos los enjuiciados y tan escasos los abogados defensores, porque los del gremio no quieren participar por si luego no hay a quién cobrarle.

3. Búrlate de los que te aconsejen invertir en recursos energéticos. En una agonía planetaria, el petróleo y sus derivados no calman físicamente el hambre y la sed; es preferible almacenar el agua en cajas fuertes o vivir en macropeceras.

4. No te vuelvas un oportunista deleznable y no te conviertas rapidito a cualquier credo, o no asegures que eres el mejor creyente de tu manzana. Se ve mal. Mejor, con serenidad, acepta que siempre has creído en los valores y que ésos están asegurados en las reservas del Banco de México.

5. No caigas en el pánico, porque eso te crea incertidumbre, el estado de ánimo menos propicio para decidir cuáles inversiones son todavía provechosas.

6. Agradece a las autoridades federales si te disminuyen lo que debes pagar en agua y luz en caso de que la humanidad desaparezca. Pero no lo hagas en público, para que no se envanezcan. Más bien, lo que te toca decir es: “Ya que se va acabar su régimen fiscal, salen con esto. Agua no necesitamos porque ya viene el diluvio universal, y luz habrá en demasía cuando estalle el firmamento por falta de pago de la tenencia de los cielos”.

7. Cuando estés solo con tu familia, no les salgas con la cantaleta de la unidad ante la adversidad. Mejor diles que ya que queda muy poco tiempo, hay que decir todo lo que se ha ocultado hasta el momento. Cuando tu mujer salga con que tuvo una aventura romántica durante 10 años, abrázala y perdónala. Luego le dices que tú les has sido fiel, pero sólo en lo que toca a su género. Y a tus hijos les informas que siempre has sabido que no eran tuyos y que por eso no les dejas nada en tu testamento, que de cualquier modo no les serviría a la hora en que se abra la tierra sin necesidad del apoyo solidario de los terremotos.

8. No se te ocurra liquidar tus deudas. Limítate a decir: “El de atrás paga”. Y a ver quién se hace cargo de tu cartera vencida en las prisiones de la eternidad.

Texto tomado de Apocalipstick, el último libro de Carlos Monsiváis. Lo reproducimos con autorización de la editorial Random House Mondadori.


Latinoamérica existe y lo ratificará con Bicentenario: Monsiváis

Especial Bicentenario

Defiende el escritor mexicano la existencia de América Latina como un conjunto de países con historia propia, combinaciones, influencias y contradicciones que han creado una cultura regional.

Notimex
El Universal Berlín, Alemania Miércoles 24 de enero de 2007

Latinoamérica cumplirá en 2010 su Bicentenario y tendrá la oportunidad de evaluar su historia, ratificando su existencia, postuló hoy aquí el ensayista y escritor mexicano Carlos Monsiváis.

El intelectual defendió la existencia de Latinoamérica como un conjunto de países con historia propia, combinaciones, influencias y contradicciones que han creado una cultura regional, durante su participación en Berlín en un foro cultural.

"Pensar en Latinoamérica es un tema que hace todavía 10 años sólo podría haber sido propio de una reunión de la Unesco (...) cada vez se confirma más la noción de que sí hay efectivamente tal cosa como Latinoamérica", dijo.

En la serie "Pensar Latinoamérica", que lleva a cabo un organismo cultural español en el Instituto Cervantes de Berlín, Monsiváis recordó comentarios que alguna vez hiciera el escritor argentino Jorge Luis Borges.

"Borges desestimó, como siempre memorablemente, el término, diciendo que había conocido peruanos, bolivianos, mexicanos, argentinos, pero que todavía no había conocido un latinoamericano", dijo.

"Lo que me queda claro es que algo que se llama Latinoamérica existe y además se avecina la fecha en la que se resaltará ese concepto de lo latinoamericano, no con el ser latinoamericano porque eso es inasible", afirmó.

Monsiváis precisó que "la fecha es 2010", cuando Latinoamérica cumplirá su Bicentenario. "Son siete u ocho países los que cumplen años en esa fecha y alrededor también lo harán otros estados de la región", anotó.

"Ese sí será el Bicentenario de Latinoamérica y sumará en total 17 países", señaló el escritor, de 69 años de edad, y añadió que "será una noción regional y no de país por país".

"Esto se da en muchos niveles, desde luego, el destino histórico, que es en lo que más se va a insistir, los avatares y sin sabores, las tristezas, las pérdidas, los dolores y la melancolía", dijo.
El escritor mexicano señaló que éstos últimos desde el punto de vista positivo, y ya desde el punto de vista más negativo "habrá que ver el estado de las economías, las condiciones en que están las clases populares".

Expresó que en primera instancia se tendrá que ver cuales son los movimientos unificadores, no solo en política, el federalismo, el enfrentamiento de liberales y conservadores, sino también la consolidación del proceso secular, importante en estos dos siglos.

Comentó que se abordará la manera en que el Modernismo hispanoamericano creó una noción del idioma y redescubrió a los hispanoamericanos.

"Aún a los que no leían poesía y redescubren el sonido de la lengua como una potencia nueva a fines del siglo XIX y principios del XX", señaló.

"(Sigmund) Freud le agrega a los latinoamericanos un patrimonio. A partir de Freud cada uno de nosotros dispone de un inconsciente, y ese patrimonio ha sido de lo más beligerante, rompe con una idea básica de la vida latinoamericana que era el pecado".

Indicó que también hay que ver como la Literatura francesa se convierte en una visión del mundo. "En cada país latinoamericano ha habido un escritor o un grupo de escritores que declara a la Literatura francesa su madre patria", expresó.

"Es otro fenómeno que se puede ver desde el punto de vista del colonialismo mental. Esas combinaciones, influencias, contradicciones van dando, aunque no se registre así, una cultura latinoamericana y eso está profundamente determinado por la Literatura", concluyó.


El pasado

Especial Bicentenario
Editorial. Revista Arcadia (Colombia)


Colombia es un país tremendamente fragmentado. El discurso político lo llama “diverso”, un adjetivo conveniente, casi eufórico.

Arcadia ha escogido como portada de este especial dedicado al Bicentenario una imagen de Puerto Colombia. Esa fracasada promesa de modernidad. Esa ambición desmedida y macondiana que hizo del muelle “el segundo más largo del mundo” tras su inauguración en 1888 y que hoy se derrumba corroído por el salitre del mar. Y sin embargo, es increíblemente bello y melancólico. Y cientos de turistas lo visitan asombrados, como se visitan admirativamente las ruinas del temible Coliseo romano. Quien quiera, puede también ver en la belleza de sus ruinas –el testimonio de lo que hemos sido– una metáfora histórica y una nueva promesa de modernidad.

La historia de Colombia es una historia triste. Como también lo son las historias de decenas de países. Alemania ha tenido que enfrentar durante medio siglo su vergüenza colectiva. Croacia hoy se debate con sus fantasmas totalitarios. Japón, con los horrores de sus ambiciones territoriales. Ruanda, con la enormidad de sus atroces masacres. Gran Bretaña y Bélgica, por nombrar dos, han asumido en algún grado las consecuencias de su salvaje cruzada colonialista. Y si bien Estados Unidos esquivó, como nación, su responsabilidad en Hiroshima y Nagasaki y en Camboya y en tantas otras guerras más o menos invisibles de América Latina, sí supo mirarse en el trágico espejo de Vietnam.

De alguna u otra manera, los países están abocados, en algún momento de su historia, a tener que mirarse a sí mismos y a tener que abrazar su pasado.

Ese momento histórico es misterioso y no lo dicta ningún aniversario. Nada hay más inasible que un proceso, e identificarlo es la tarea de los científicos sociales. Economistas, historiadores, sociólogos y antropólogos tienen el deber de reconocer esos procesos y saber contarnos nuestra propia historia. Y lo han hecho en buena medida, si bien falta todavía un profundo ejercicio de lenguaje. La literatura también ha hecho lo suyo por caminos más complejos, más inesperados y más desobedientes. Lo que pasa es que a ella es más difícil pedirle cuentas.

Pero no es solo desde la esfera intelectual o humanística que los procesos se identifican, se interpretan y se escriben. También lo tienen que hacer, de otra manera, los habitantes del país.

Sin embargo, cuando el desbalance entre poder político y poder ciudadano es tan enorme como lo es en Colombia, es difícil que un país pueda narrar su historia, o, si se quiere, sus múltiples historias. Y esa ausencia de poder ciudadano es sencillamente equivalente a la ausencia de una idea clara de ciudadanía, porque el poder –sea político o ciudadano– solo proviene del reconocimiento de quién se es.

Colombia es un país tremendamente fragmentado. El discurso político hoy lo llama “diverso”, un adjetivo aséptico y conveniente, casi eufórico. Y uno que borra la historia de su tristeza, aunque en el fondo no haya cumbia ni currulao que la tape. Y es que no hay canciones, ni festivales, ni parrandas que puedan silenciar la elocuencia de las heridas. Eso no quiere decir, por supuesto, que en esa historia múltiple y difícil, sobre todo no incorporada a la memoria colectiva, no haya habido cientos de insólitos logros, de esperanzas eficientes, de proyectos políticos de nación movidos por distintas ideas de progreso, de inteligencia y de ansias de modernidad.

Pero el hecho es que aún nos falta mucho para aprender a abrazar nuestro pasado. Nos falta entender el legado clerical y leguleyo que llevamos encima, la arteria infeliz del conservadurismo que históricamente nos atraviesa, y la brutal discriminación que heredamos y practicamos todavía. Porque todavía no nos reconocemos como el país mestizo que somos.

Quizás una celebración como esta, cuyos fastos apenas comienzan, podría servir para pensar un poco en ello. Para comenzar a pensar. Para ir más allá de ser meros espectadores de la inevitable utilización política del Bicentenario. De las consignas y los himnos y las ondeantes banderas tricolores nace un orgullo patriotero muy banal. Del reconocimiento de una historia triste nace otra cosa, tal vez algo más genuino, tal vez más parecido al amor.

El incómodo color de la memoria

Especial Bicentenario

Revista Arcadia (Colombia)

La de la raza en Colombia ha sido una guerra no declarada. Una historia de exclusión cuyo arco de tiempo no acaba. Un miedo de los blancos a reconocerse como iguales frente a otros. El historiador Javier Ortiz reconstruye una historia en la que el color de la piel ha definido el destino, y literalmente la vida o la muerte, para cientos de miles de colombianos.
Por: Javier Ortiz Cassiani
I. En 1801, a su paso por las tierras del virreinato de la Nueva Granada, el barón Alexander Von Humboldt –el faro que para ese entonces iluminaba a la élite intelectual criolla granadina– recordó que ninguna persona incapaz de ruborizarse era digna de confianza. Para el sabio prusiano, la penetración de la sangre en el sistema dérmico, “esa ligera mutación del color de la piel” común en los pueblos del “Cáucaso o raza europea”, era un signo inequívoco “de los movimientos del alma”. Entonces, “¿cómo confiar en los que no saben ruborizarse?", se preguntaba Humboldt, mientras alimentaba las ansias de poder y el inveterado sentimiento de superioridad de la élite blanca criolla del virreinato.

Veinte años más tarde, Simón Bolívar, sofocado por las batallas de independencia, escribía airadas cartas a Francisco de Paula Santander solicitándole el envío de tropas para la guerra. En los planes del libertador era un asunto apremiante que los hacendados y mineros del país sumaran sus esclavos negros a la causa independentista. En sus misivas, Bolívar le recordaba a Santander, y de paso a todo los miembros del patriciado criollo, que Colombia no estaba compuesta sólo por los civilizados “lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona”, sino sobre todo por los bogas negros del Magdalena, los “bandidos del Patía”, y por “las hordas salvajes de África y de América” que según él recorrían como gamos las soledades de Colombia.

El caraqueño, amargado por el recuerdo de la enconada guerra de razas que había vivido en Venezuela, era un absoluto convencido de que uno de los más eficientes mecanismos de control para la población negra y mulata era mandarlos a la guerra. Si en la declarada confrontación a muerte con los españoles sólo morían los blancos, peligraba el proyecto de construir una nación fuerte, ordenada y civilizada. “¿Dónde está el ejército de ocupación que nos ponga en orden? –bramaba en una de las mencionadas cartas– Guinea y más Guinea tendremos; y esto no lo digo de chanza, el que se escape con su cara blanca será bien afortunado”.

Pocos años después, él y sus aliados darían claras muestras del temor al protagonismo político de la población negra. El 2 de octubre de 1828, acusado de conspirar contra el gobierno de Simón Bolívar, el almirante mulato José Prudencio Padilla fue fusilado en la plaza de la Constitución de Bogotá. A Florentino González y Vicente Azuero, miembros de la élite política blanca del país y principales cabecillas de la llamada conspiración septembrina, se les cambió la pena de muerte por unos meses de cárcel; Luis Vargas Tejada, otro de los conspiradores, huyó y se refugió en una cueva cerca a Fusagasugá, para morir dos meses más tarde mientras intentaba cruzar un caudaloso río en los llanos orientales; al militar venezolano Pedro Carujo, declarado opositor de Bolívar y comandante del grupo que se tomó por asalto el Palacio de San Carlos, fue indultado y llevado a prisión. Entre tanto, Francisco de Paula Santander, el líder político de los opositores y principal responsable de la conspiración de acuerdo con el juicio, fue indultado y enviado al exilio en Europa. Tres años después, luego de un enriquecedor periplo por Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, Suiza y Estados Unidos, en los que conocería a Goethe, Bentham y Schopenhauer, regresó para regir los destinos políticos del país y acrecentar su reputación de hombre de leyes. El cuerpo del héroe mulato de la batalla de Maracaibo que selló definitivamente la independencia de la Gran Colombia, hacía rato lo habían devorado los gusanos del olvido.

II. Consumada la independencia, en el territorio nacional el nuevo orden republicano no había resuelto el problema de la exclusión de la población negra. En la pluma de quienes durante el siglo XIX inventaron la historia oficial de la nación, la activa participación de los negros y mulatos sólo había servido para acrecentar el desorden y sacar de su buen cauce el proyecto independentista. Para estos intelectuales, los afrodescendientes habían empuñado las armas, dejado a familiares a su suerte, recorrido a pie y a caballo la agreste geografía nacional, sin ningún proyecto social en mente más que el de robar y saquear y por descontado, seducidos por la posibilidad de consumir libremente altas dosis de licor.

Franz Fanon dijo que la creación del “alma” negra es un artificio del hombre blanco. A lo largo de la historia la élite nacional con pretensiones de blancura fue moldeando la imagen de una población negra asociada a la barbarie, la lascivia y la falta de capacidades para asumir funciones de poder político. A pesar de las enconadas disputas entre liberales y conservadores en el siglo XIX, los intelectuales dirigentes de ambos partidos coincidieron en el hecho de que la población negra era un obstáculo para el proyecto modernizador y civilizador del país. En 1863 Florentino González, el indultado de la conspiración septembrina que le costó la vida al almirante Padilla, liberal doctrinario abanderado del reformismo liberal de mediados de siglo, escribió, con la tranquilidad facilitada por el sistema ideológico en boga, que a todas luces los africanos eran inferiores a los europeos. Se quejó amargamente puesto que abolida la esclavitud los negros ex esclavos volvían a su natural condición de “salvajes” parecida a la que llevaban en África. Para González, a pesar del contacto con los blancos, la población negra no había asimilado las cualidades de estos, de manera que no estaban capacitados para participar de una vida libre y civilizada y mucho menos para hacer parte de la administración pública nacional.

Quizá la solución la tenía otro dirigente nacional, quien preocupado por las consecuencias que traería la abolición de la esclavitud para el país, se le ocurrió la idea de acabar con la presencia negra en la nación a través del innovador recurso de reclutar prostitutas blancas y diseminarlas por las zonas de mayor población negra. Sacrificadas las prostitutas uniéndose con la población ex esclava, el país ganaría gracias al mestizaje resultante que iría “mejorando la raza” y suavizando el indecente y reprochable comportamiento de la población negra.

III. En ocasiones, durante la agitada vida política nacional del siglo XIX, los acontecimientos derivaban en una verdadera guerra de razas. Para mediados de siglo en el Cauca, grupos de hombres y mujeres, esclavos y libertos, se tomaban las haciendas reclamando tierras y en actos cargados de una impresionante fuerza simbólica agredían con látigos a sus antiguos amos.

En 1876 el abogado y congresista guajiro Luis Antonio Robles (“El negro” Robles), se defendía de los ataques de algunos de sus colegas en los salones de la Cámara de representantes quienes se sentían incómodos por la presencia de un negro en el recinto. Dos años más tarde el poeta negro momposino Candelario Obeso, en Bogotá, acosado por el desprecio y la pobreza, escribía unas líneas llenas de amargura y resignación: “Nací humilde y soy fuerte… Nací en un clima ardiente y el sol de mi patria se concentró en mi pecho… en mi lucha terrible con el mundo me dediqué al estudio y me apegué a la gloria. Mi haraposo vestido me alejó de las gentes. La terrible miseria en que he vivido, mi triste desamparo, la cutis de mi raza y de mi clima, rico en tantas grandezas, trajeron sobre mí tremendos desengaños… Soy pobre y nada temo”.

Varios años después, en 1932, Manuel Baena, un negro de Remedios (Antioquia) publicó una autobiografía novelada bajo el ilustrativo título Como se hace un negro ingeniero en Colombia. En el libro, Baena narra con detalles las dificultades que afrontó por su condición de negro y pobre en una sociedad como la antioqueña, en donde hacía tiempo estaba arraigado el mito de ser un pueblo emprendedor y blanco. A principios del siglo XX Baena logró entrar a la prestigiosa facultad de Minas de la Universidad de Antioquia, pero acosado y acusado por el director de todas las anomalías que sucedían en la facultad abandonó la carrera. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Bogotá y en medio de dificultades el 28 de septiembre de 1920 obtuvo el anhelado título de ingeniero en la Universidad Nacional.

IV. Casi 200 años después las promesas de la independencia y del estado republicano seguían inconclusas. Para empezar a solucionar el problema fue necesario correr el velo de la supuesta igualdad que ocultaba una realidad harto inequitativa. Reconocer sin eufemismos el racismo y la exclusión de la población negra en la sociedad nacional es parte de la solución y el corolario de la incansable lucha de varias generaciones de colombianos a lo largo de la historia.

Para reconocer y prestarle atención a la discriminación en un país como el nuestro no hace falta un pasado como el del sur de los Estados Unidos lleno de cadáveres de mujeres y hombres negros como racimos meciéndose en los árboles. La cantante Billie Hollyday contó alguna vez que mientras se presentaba en un bar del sur de norteamérica un hombre blanco le dijo de la manera más natural, mientras apuraba su vaso de Jack Daniels en las rocas, “oye Billie, porque no te cantas esa canción tan sensual que habla de los cuerpos de negros colgados en los árboles”. Tampoco hacen falta los linchamientos masivos de gente negra, cuyas fotografías los parientes y amigos se enviaban como postales, respaldadas con frases tan escuetamente aterradoras como “te mando un recuerdo de nuestra última barbacoa”.

Durante mucho tiempo, –y aún en algunos colegios y escuelas actuales– el protagonismo de los niños y niñas negras en la representación del 12 de octubre, consistía en presentarse con una especie de taparrabos, cargando un costal y recitando unas líneas pletórica en alusiones al aporte físico de los negros y a su innata capacidad para la música y el baile. Quienes tenemos buena memoria de nuestros años escolares, todavía recordamos las viñetas de un libro de texto para la enseñanza de español y literatura llamado Lenguaje total. Los dibujos y el texto explicaban uno de los mitos sobre la creación del hombre. Al parecer Dios había hecho a todos los hombres y mujeres negros, pero para enmendar su error creó un río de aguas diáfanas de modo que todos los hombres y mujeres se fueron sumergiendo hasta alcanzar la blancura deseada. Debido a la cantidad de bañistas el río se fue secando de manera que los últimos en llegar no pudieron bañarse por completo, sólo lograron meter al agua las plantas de los pies y las palmas de las manos. En la viñeta final unos cuantos seres con cara de infinita orfandad colocaban los pies y las manos sobre un hilo de agua, mientras eran observados por varios hombres y mujeres que ostentaban su blancura. Al final concluía el texto que por esta razón los negros solo tenían blanco la planta de los pies y las palmas de la mano.

Imagínense por un momento la burla a la que fueron sometidos todos los escolares afrodescendientes que se educaron siguiendo ese libro de texto en las aulas de las escuelas públicas de este país. La celebración del bicentenario sólo tiene sentido si, además de conmemorar las glorias de nuestra constitución como estado nación, profundizamos sobre las miserias de más de 200 años de racismo, exclusión y marginación.

Expertas en sentimientos

Especial Bicentenario
Revista Arcadia (Colombia)

En estos doscientos las mujeres han protagonizado las batalla cultural más revolucionaria y silenciosa de todas: han logrado ser reconocidas como seres humanos, con los mismo derechos y deberes que los hombres. Pero vaya si ha sido dura la batalla. Guiomar Dueñas, académica de la Universidad de Memphis, hace un repaso.
Por: Guiomar Dueñas
El sacrificio de Policarpa Salavarrieta en manos de las fuerzas realistas perdura en la imaginación colectiva. Convertida en símbolo, la heroína de Guaduas soslaya preguntas tales como: ¿Cuál fue el lugar que ocuparon las mujeres en el proyecto revolucionario? ¿Se otorgó significado político a la participación de las mujeres en la revolución independentista? La emancipación sacó a las mujeres de su cotidianidad y las puso hombro a hombro con los varones en el fragor de la lucha. Mujeres del pueblo se armaron y en masa ocuparon la entrada de Santafé ante la amenaza del arribo de fuerzas realistas. Durante la Reconquista las mujeres fueron agentes activos contra el régimen del terror de Pablo Morillo y sufrieron en su calidad de hijas, esposas y madres de los patriotas. Algunas mujeres disfrazadas de hombres se alistaron en los ejércitos; otras permanecieron en sus casas para cuidar la ciudad tomada por los hombres de Morillo. Algunas mujeres cedieron abundantes recursos para el utillaje de guerra de los patriotas, otras sirvieron en los hospitales como enfermeras, recolectaron ropa, comida y cosieron los uniformes de las tropas, solicitaron dinero para ayudar a los soldados, actuaron como espías, y sirvieron de correos. Las mujeres de pueblo acompañaban a sus maridos a la guerra acarreando sus pertenencias y haciendo en la retaguardia las tareas domésticas que facilitaban la vida de los soldados.

Pero el trajinar de las mujeres en asuntos considerados masculinos como la guerra, perturbaba a los varones que no sabían si alabar a sus intrépidas mujeres, o protegerlas enviándolas de nuevo a sus hogares. Pronto esa ambigüedad se resolvió. El triunfo sobre los realistas, el sufragio limitado a los varones y la conscripción militar virilizaron los ideales de masculinidad. La guerra y la política se convirtieron en escenarios apropiados para encarnar el prototipo masculino en héroe. La tumultuosa vida pública de la nueva nación personificada en los nuevos héroes puso a las mujeres en la sombra. Algunas fueron reconocidas porque rompieron con las normas de género o por sus conexiones con hombres poderosos. Exentas de derechos ciudadanos, fueron convocadas a los actos celebratorios solamente para adornarlos con sus atributos femeninos. Bernardina Ibáñez, joven de extraordinaria belleza, causaba estragos entre los héroes de la jornada. Algunas, sin embargo, tenían su propia agenda política pero su agencia fue indirecta; su activismo se realizó a la sombra de sus relaciones sentimentales con varones notables. Fue el caso de Nicolasa, la hermana mayor de Bernardina. La osada figuración de Nicolasa en política, viable gracias a sus ilícitos amorosos con el general Santander, contradecía el canon de pasividad de las mujeres, le acarrearía dolor y un eventual exilio en Europa.

En la nueva república, las mujeres, expertas en sentimientos, fueron educadas para ser esposas y madres ejemplares, modelos de piedad y caridad y educadoras de los futuros ciudadanos. La imagen de la mujer-madre anclada en el hogar contrastaba con la urgencia de educar a los varones para sus nuevas funciones políticas. Para estos, la escuela pública republicana se impuso; para aquellas, los conventos y los colegios de religiosas continuaron siendo suficientes y deseables para el tipo de educación que se les pretendía impartir. El colegio-convento de la Enseñanza, donde se educaron las hijas de los próceres y de las familias distinguidas, siguió siendo el de mayor prestigio. El colegio Femenino de la Merced, fundado por Rufino Cuervo en 1832, formaba para la sujeción. Decía Cuervo que la educación de las niñas no debía pretender fines intelectuales innecesarios, sino ser, ante todo, de “utilidad práctica,” para no hacer de las granadinas, “sabias, ridículas y pedantes”. El carácter vocacional de la educación se reiteraba en las ordenanzas del colegio: la mitad del tiempo se dedicaría a aquellas actividades que proporcionarían “positiva utilidad, como la costura en blanco, cortar vestidos, zurcir, remendar, lavar, bordar, economía doméstica, arte de cocina y asistencia a los enfermos”.

Con el ascenso de los liberales al poder a mediados de siglo, la identificación de la vida pública con los varones burgueses adquirió mayor nitidez, gracias al impulso de instituciones culturales tales como la imprenta, los periódicos y la prensa comercial, y la promoción de asociaciones privadas como la masonería, las sociedades filantrópicas y las comunidades de lectores, medios que difundían discursos y opiniones políticamente significativas. Al tiempo que los medios impresos contribuían a la identidad del hombre público, la prensa especializada sobre ‘la mujer’ y los manuales de conducta se encargaban de construir y divulgar imágenes de una feminidad angelical que se acomodaran con los proyectos de consolidación de la nación. Periódicos como El Mosaico, publicación de carácter literario que desde sus inicios hizo explícita su orientación ajena al debate político, fueron espacios adecuados para temas sobre mujeres, como la familia, la religión y el sacrificio. En ellos colaboraron Soledad Acosta de Samper, Agripina Samper y Silveria Espinosa. El Mosaico buscaba crear una comunidad de lectoras y lectores y promover la lectura como medio de participar desde ángulos no políticos en la promoción de una cultura literaria que sirviera al progreso moral de la sociedad.

La ideología de la domesticidad, sin embargo, otorgó un poder nuevo a las mujeres: el de la intimidad. El hogar pasó a ser el locus en donde se confería a las relaciones humanas un alcance excepcional. Un nuevo lenguaje expresivo aprendido en las novelas que se publicaban por entregas en El Mosaico y La Caridad alimentaba la imaginación romántica de las señoritas y ayudaba a orientar a los jóvenes sobre las nuevas demandas emocionales del hogar y la familia. Las novelas reemplazaron al dogma, a los catecismos, a la prédica religiosa y a los imponderables del destino en asuntos del sentimiento, que habían dominado el campo de la sexualidad y del amor en épocas anteriores. En este sentido se convirtieron en instrumentos modernos, en modelos para la elaboración de historias sentimentales personales, en las que el futuro se percibía despejado. La historia de amor de Soledad Acosta y José María Samper refleja el impacto del romanticismo en la juventud neogranadina. Para Soledad el amor fue el encuentro con su subjetividad; para Samper, el descubrimiento de una sensibilidad feminizada pronta a las lágrimas. Cuando Soledad le escribió declarándole su amor, Samper consignó en su diario: “…la pluma es impotente para describir lo que sentí al leer esas inmortales palabras. Estaba aturdido, deslumbrado, estático tal si un rayo hubiera estallado sobre mí… mi organismo estaba paralizado. Después de algunos instantes el corazón hizo explosión y una porción de dulcísimas lágrimas saltó a mis ojos e inundó mis mejillas…”

Para las mujeres, las ataduras del amor romántico, expresado en lacrimosos poemas y en flores disecadas, eran dulces, pero seguían siendo cadenas. Los maridos, aunque suavizados por el amor, seguían teniendo el control absoluto sobre la propiedad conyugal. Las esposas, sujetas a la tutela del marido, estaban exentas de poseer bienes, realizar contratos, aceptar herencias y adquirir, enajenar e hipotecar bienes. La patria potestad que confería a los padres la autoridad legal sobre los hijos desdibujaba la autoridad materna. Si en el hogar la sujeción de las esposas era rigurosa, la idea de concederles la ciudadanía era enfáticamente rechazada. Cuando la constitución municipal de la provincia de Vélez en forma inusitada y efímera concedió el voto a las mujeres en 1953, el periodista Emiro Kastos escribió en El Tiempo: “La vida pública no es elemento…quédense pues en la casa como las sacerdotisas en el santuario, manteniendo encendido el fuego celeste de los afectos y formando en medio de los ardores de la vida un oasis fresco y risueño donde reposa tranquilo el corazón. Quédense allí y déjennos a nosotros el placer de hacer presidentes o dictadores, de intrigar en las elecciones, de insultarnos en los congresos, de mentir en los periódicos y de matarnos fraternalmente en nuestras contiendas civiles…la mujer estará siempre bajo el imperio del hombre porque, dígase lo que se quiera, el débil jamás podrá emanciparse del dominio del fuerte…”

En el siglo XX, las mujeres irrumpieron en la esfera política reclamando derechos y penetrando con éxito variable en recintos construidos bajo premisas eminentemente masculinas. Se obtuvieron conquistas como el avance educativo, derechos civiles, acceso al voto y, finalmente, la plena participación ciudadana. En las puertas del siglo XXI la pregunta sin respuesta es cómo lograr que la ciudadanía pueda ser reformulada de tal manera que incluya las diferencias de género sin el lastre de la inequidad.

La transición al siglo se hizo bajo el signo de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), la vigorización caudillista, el ascenso conservador al poder y la afirmación del catolicismo como religión del Estado. Estas alianzas fueron funestas para las mujeres, que se vieron sujetas a la doble dependencia de la Iglesia y de un Estado que ratificaba la subordinación de las mujeres en el hogar y la sociedad. Por esto, las primeras batallas del feminismo se dieron por el acceso a la educación y por los derechos de las mujeres en sus recintos privados. En el campo educativo, como fruto de la presión de un grupo de mujeres se fundó el Instituto Pedagógico Nacional (1927) y el Centro de Estudios Femeninos en Antioquia (1929). En el campo laboral, junto con la apertura de las primeras fábricas, surgieron las defensoras de las obreras. En Medellín, el foco de la temprana industria en la década de 1920, María Cano y Betsabé Espinosa abogaron por las familias trabajadoras y en contra del acoso sexual de las obreras.

Las batallas del feminismo se facilitaron con el ascenso de los liberales al poder en 1930. Clotilde García de Ucrós y Ofelia Uribe de Acosta promovieron la reforma del Código Civil en defensa de la igualdad civil de las casadas. La ley 28 del 1932 permitió a la mujer disponer de sus haberes e intervenir en el manejo de los bienes de la sociedad conyugal. Un año después se abrieron las puertas de la universidad para las mujeres. En 1954 la alianza de liberales como Aydée Anzola, Gabriela Peláez y Esmeralda Arboleda, y conservadoras como Bertha Ospina, Josefina Valencia y Margarita Holguín, usando una retórica maternalista para no alienar a los senadores, lograron el derecho al voto de las mujeres.

Enre 1970-1985, un clima local e internacional propicio favoreció el desarrollo de un feminismo que defiende la autonomía y la especificidad de las reivindicaciones femeninas, y del movimiento social de mujeres que aboga por las necesidades prácticas del género. La Década Internacional de la Mujer (1975-1985) decretada por las Naciones Unidas, obligó al Estado colombiano a integrar formalmente a las mujeres al desarrollo del país. El activismo de las mujeres y la presión internacional tuvieron como resultado importantes avances legislativos a favor de las madres cabeza de familia, mujeres trabajadoras, y derechos sexuales y reproductivos, entre otros. Sin embargo, el conflicto armado, los desplazamientos forzosos, y la reingeniería laboral del capitalismo salvaje han significado retrocesos para las mujeres en la transición al siglo XXI.

El discurso patriarcal del XIX que aseguraba que “La ocupación de la felicidad de la familia, el cuidado de su hogar, la lectura, la oración y el cultivo de algunas flores bastan para hacer feliz a la mujer…” se desmontó en el siglo XX con el asalto de las mujeres a la esfera del poder público. Los logros de las mujeres desde el pasado siglo han sido extraordinarios. Sin embargo, el núcleo de poder patriarcal no ha sido francamente cuestionado todavía.

El peligro de una sola historia

Especial Bicentenario
Revista Arcadia (Colombia)

Se supone que la celebración del Bicentenario de la Independencia es una oportunidad para recordar o aprender la historia del país. Pero ¿a cuál historia nos referimos? ¿Puede existir una sola historia? ¿Debe exisitir una sola historia? En este emotivo testimonio la escritora nigeriana da su respuesta.*

Por: Chimamanda Adichie (TED Global Talk).
Cuento historias y me gustaría contarles algunas historias personales sobre lo que llamo “el peligro de una sola historia”. Crecí en un campus universitario al este de Nigeria. Mi madre dice que empecé a leer a los dos años, pero a decir verdad yo creo que fue a los cuatro. Fui una lectora precoz y leía literatura infantil inglesa y estadounidense. También fui una escritora precoz y cuando empecé a escribir a los siete años, cuentos a lápiz con ilustraciones de crayón que mi pobre madre tenía que leer, escribía el mismo tipo de historias que leía. Todos mis personajes eran blancos y de ojos azules. Jugaban en la nieve, comían manzanas y hablaban todo el tiempo sobre el clima, sobre lo encantador que era que saliera el sol. Esto a pesar de que vivía en Nigeria y de que nunca había salido de allí: no teníamos nieve, comíamos mangos y nunca hablábamos del clima porque no había necesidad. Mis personajes bebían cerveza de jengibre porque los personajes de mis libros también lo hacían. Y ni siquiera importaba que yo no supiera qué era la cerveza de jengibre. Muchos años después, sentí un gran deseo de probarla, pero esa es otra historia. Lo que esto demuestra es cuán vulnerables somos ante una historia, especialmente cuando somos niños. Porque yo solo leía libros donde los personajes eran extranjeros, estaba convencida de que los libros, por naturaleza, debían tener extranjeros y narrar cosas con las que yo no podía identificarme.

Todo cambió cuando conocí los libros africanos. No había muchos disponibles y no era tan fácil encontrarlos. Gracias a autores como Chinua Achebe y Camra Laye mi percepción de la literatura cambió. Me di cuenta de que personas como yo, niñas con piel color chocolate y pelo rizado que no se puede atar en colas de caballo, también podían existir en la literatura. Comencé a escribir sobre cosas que reconocía. Yo amaba los libros ingleses y estadounidenses que leía, avivaron mi imaginación y me abrieron nuevos mundos. Pero la consecuencia involuntaria fue que no supe que personas como yo podían existir en la literatura. Descubrir a los escritores africanos me salvó de conocer una sola historia sobre qué son los libros.

Vengo de una familia de clase media convencional. Mi padre era profesor; mi madre, administradora. Y teníamos, como era costumbre, criados provenientes de pueblos cercanos. Cuando cumplí ocho años, llegó uno nuevo a la casa. Su nombre era Fide. Lo único que mi mamá nos contaba sobre él era que su familia era muy pobre. Mi madre le enviaba a su familia batatas, arroz y nuestra ropa vieja. Y cuando no terminaba mi comida, mi mamá me gritaba “¡come!, ¿acaso no sabes que hay gente como la familia de Fide que no tiene nada?”. Entonces sentía mucha lástima por la familia de Fide. Un sábado fuimos a visitarlo a su pueblo y su mamá nos mostró una cesta bellísima de rafia teñida hecha por su hermano. Quedé sorprendida. Nunca pensé que alguien de su familia pudiera ser capaz de hacer algo. Lo único que sabía de ellos es que eran muy pobres y para mí era imposible verlos como algo más que eso. Su pobreza era mi única historia sobre ellos.

Años después pensé sobre esto cuando me fui de Nigeria a estudiar en Estados Unidos. Tenía 19 años. Mi compañera de cuarto estaba sorprendida. Me preguntó dónde había aprendido a hablar tan bien inglés y quedó confundida cuando le dije que ese era el idioma oficial en Nigeria. Me preguntó si podía escuchar mi ‘música tribal’ y quedó muy desilusionada cuando le mostré un casete de Mariah Carey. Pensaba que yo no sabía usar una estufa. Me impresionó que me tuviera lástima incluso antes de conocerme. Su visión de mí, como africana, se reducía a una lástima condescendiente. Mi compañera conocía una sola historia de África; una única historia de catástrofe en la que no era posible que los africanos se parecieran a ella de ninguna forma. No había posibilidad de que existieran sentimientos más complejos que la lástima ni de conexión como iguales.

Debo decir que antes de viajar a Estados Unidos yo no me identificaba conscientemente como africana. Pero estando allí, cada vez que mencionaban África la gente me hacía preguntas, sin importar que yo no supiera nada sobre países como Namibia. Sin embargo, llegué a abrazar esa nueva identidad y ahora pienso en mí misma como africana.

Así que después de vivir unos años en Estados Unidos como africana, empecé a entender la actitud de mi compañera. Si yo no hubiera crecido en Nigeria y si todo lo que conociera de África fueran imágenes populares, también creería que es un lugar de hermosos paisajes y gente incomprensible que libra guerras sin sentido y muere de pobreza y de sida, incapaz de hablar por sí misma, esperando a ser salvada por un extranjero blanco y gentil. Yo vería a África del mismo modo en que, cuando era niña, veía a la familia de Fide.

Creo que esta única historia de África procede de la literatura occidental. John Locke, un comerciante londinense que zarpó hacia África occidental en 1561, escribió un relato fascinante sobre su viaje, en el que después de referirse a los africanos como “bestias sin casa”, escribió “tampoco tienen cabezas. La boca y los ojos les nacen del torso”. Hay que admirar la imaginación de John Locke. Pero lo verdaderamente importante de su escritura es que representa el comienzo de una tradición de historias sobre africanos en Occidente, una tradición donde el África subsahariana es lugar de negativos, de indiferencia, de oscuridad, de personas que, en palabras del poeta Rudyard Kipling, “son mitad demonios, mitad niños”.

Y entonces empecé a entender que mi compañera durante su vida tuvo que ver y escuchar diferentes versiones de esta única historia. Al igual que un profesor que una vez me dijo que mi novela no era “auténticamente africana”. Yo sabía que la novela tenía defectos, que había fallado en algunas partes, pero no me imaginaba que había fracasado en lograr algo llamado “autenticidad africana”. De hecho, yo no sabía qué significaba esa expresión. El profesor me dijo que mis personajes se parecían demasiado a él, un hombre educado de clase media. Mis personajes conducían carros y no morían de hambre. Por lo tanto, no eran auténticamente africanos.

Debo añadir que yo también soy cómplice de esta cuestión de la única historia. Hace unos años viajé de Estados Unidos a México. En ese entonces el clima político estaba tenso. Había debates sobre la inmigración y, como suele ocurrir en Estados Unidos, la inmigración se convirtió en sinónimo de mexicanos. Había historias sobre mexicanos que eran arrestados en la frontera. Recuerdo una caminata en mi primer día en Guadalajara, mirando a la gente ir al trabajo, amasando tortillas en el mercado, fumando, riendo. Recuerdo que primero me sentí un poco sorprendida y luego me embargó la vergüenza. Me di cuenta de que había estado tan inmersa en la cobertura mediática sobre los mexicanos que se habían convertido en una sola cosa en mi cabeza: el inmigrante abyecto. Había creído en una única historia sobre los mexicanos y no podía estar más avergonzada de mí.

Es así como creamos una sola historia. Mostramos a un pueblo como una sola cosa, una y otra vez, hasta que se convierte en eso. Es imposible hablar sobre la única historia sin hablar del poder. Nkali es una palabra del idioma igbo que recuerdo cada vez que pienso en las estructuras del poder en el mundo. Es un sustantivo que significa “ser más grande que el otro”. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos las historias también se definen por los principios de nkali. Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas, son temas que dependen del poder.

El poder es la capacidad no solo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva. El poeta palestino Mourid Barghouti escribió que si se pretende despojar a un pueblo la forma más simple es contar su historia y comenzar con “en segundo lugar”. Si comenzamos la historia con las flechas de los pueblos nativos de Estados Unidos y no con la llegada de los ingleses, tendremos una historia totalmente diferente. Si comenzamos la historia con el fracaso del Estado africano y no con la creación colonial del Estado africano, tendremos una historia totalmente diferente. Hace poco di una conferencia en una universidad donde un estudiante me dijo que era una lástima que los hombres de Nigeria fueran abusadores como el personaje del padre en mi novela. Le dije que acababa de leer una novela llamada Psicópata americano y que era una lástima que los jóvenes estadounidenses fueran asesinos en serie. Obviamente estaba algo molesta cuando lo dije, pero jamás se me había ocurrido pensar que solo por haber leído una novela donde un personaje es un asesino en serie, de alguna forma, él era una representación de todos los norteamericanos. Y eso no es porque yo sea mejor persona que ese estudiante, sino porque debido al poder económico y cultural de Estados Unidos, yo había escuchado muchas historias sobre ese país. Leía a John Updike, Steinbeck y Gaitskill. No sabía una sola historia de Estados Unidos.

Hace años, cuando aprendí que se esperaba que los escritores hubieran tenido infancias infelices para ser exitosos, empecé a pensar sobre cómo podía inventar cosas horribles que mis padres me hubieran hecho. Pero la verdad es que tuve una infancia muy feliz, llena de risas y amor, en una familia muy unida. Pero también tuve abuelos que murieron en campos de refugiados. Mi prima Pollie murió por falta de atención médica. Una de mis amigas más cercanas, Okoloma, murió en un accidente aéreo, porque los camiones de los bomberos no tenían agua. Crecí bajo regímenes militares represivos, que le daban poco valor a la educación, por lo que mis padres a veces no recibían sus salarios. Cuando niña vi cómo la mermelada y la mantequilla desaparecían del desayuno. Luego, el pan se volvió muy costoso. Luego, se tuvo que racionar la leche. Pero sobre todo un miedo político generalizado invadió nuestras vidas. Todas estas historias me hacen quien soy, pero si insistimos solo en lo negativo sería simplificar mi experiencia y omitir muchas otras historias que me formaron.

La historia única crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Hacen de una sola historia la única historia. Es cierto que África es un continente lleno de catástrofes. Hay catástrofes inmensas como las violaciones en el Congo y las hay deprimentes, como el hecho de que hay 5.000 candidatos por cada vacante laboral en Nigeria. Pero hay otras historias que no son sobre catástrofes y es igualmente importante hablar sobre ellas. Siempre he pensado que es imposible compenetrarse con un lugar o una persona sin entender todas las historias de ese lugar o de esa persona. La consecuencia de la única historia es que roba la dignidad de los pueblos. Dificulta el reconocimiento de nuestra humanidad, enfatiza nuestras diferencias, en lugar de nuestras similitudes. ¿Qué hubiera sido si antes de mi viaje a México yo hubiese seguido los dos polos del debate sobre inmigración, el de Estados Unidos y el de México? ¿Y si mi madre nos hubiera contado que la familia de Fide era pobre y trabajadora? ¿Y si tuviéramos una cadena de televisión africana que transmitiera diversas historias en todo el mundo? Es lo que el escritor nigeriano Chinua Achebe llama “un equilibrio de historias”. ¿Y si mi compañera de cuarto conociera a mi editor nigeriano Mukhtar Bakare, un hombre extraordinario que dejó su trabajo en un banco para ir tras sus sueños y fundar una editorial?

Comúnmente se pensaba que los nigerianos no leían. Él no estaba de acuerdo y creía que las personas que podían leer lo harían si la literatura estaba disponible y era accesible. Poco después de que publicó mi primera novela fui a un programa de televisión a dar una entrevista. Una mujer que trabajaba allí como mensajera me dijo: “Realmente me gustó tu novela, pero no me gusta el final. Ahora debes escribir una secuela y esto es lo que pasará”. Y siguió contándome sobre qué escribiría en la secuela. Yo estaba encantada y conmovida. Estaba ante una mujer que hacía parte del resto de nigerianos comunes y corrientes que no se suponía que eran lectores. No solo había leído el libro, se había adueñado de él y sentía que era justo contarme qué debería escribir en la secuela.

¿Y si mi compañera hubiera conocido a mi amiga Fumi Onda, la valiente conductora de un programa de televisión en Lagos determinada a contarnos las historias que quisiéramos olvidar? ¿Y si mi compañera conociera la cirugía cardiaca hecha en un hospital de Lagos la semana pasada? ¿Y si conociera la música nigeriana contemporánea? Gente talentosa cantando en inglés y en pidgin, igbo, yoruba y ljo, mezclando a Jay-Z, Fela, Bob Marley y sus ancestros. ¿Y si conociera a la abogada que recientemente fue a la corte en Nigeria para cuestionar una ridícula ley que obligaba a que las mujeres tuvieran la aprobación de sus esposos para renovar sus pasaportes? ¿Y si conociera Nollywood, lleno de gente creativa haciendo películas con grandes limitaciones técnicas? Estas películas son tan populares que son el mejor ejemplo de que los nigerianos consumen lo que producen. ¿Y si mi compañera conociera a mi ambiciosa trenzadora de cabello que acaba de empezar su negocio de extensiones? ¿O al millón de nigerianos que comienzan negocios y a veces fracasan, pero siguen teniendo ambiciones?

Cada vez que regreso a casa debo confrontar aquello que irrita a los nigerianos: nuestra fallida infraestructura y nuestro fallido gobierno. Pero me encuentro con la increíble resistencia de un pueblo que prospera a pesar de su gobierno y no gracias a él. Dirijo talleres de escritura en Lagos cada verano y es impresionante ver cuánta gente se inscribe, cuántos quieren escribir, contar historias. Mi editor nigeriano y yo creamos un fondo sin ánimo de lucro llamado Fondo Farafina. Tenemos grandes sueños de construir bibliotecas y reformar las que ya existen. Proveer libros a las escuelas estatales que tienen sus estantes vacíos y organizar muchos talleres de lectura y escritura para todos los que quieran contar nuestras muchas historias. Las historias importan. Muchas historias importan. Las historias se han usado para despojar y calumniar, pero las historias también pueden dar poder y humanizar. Las historias pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden reparar esa dignidad rota. La escritora estadounidense Alice Walker escribió sobre sus parientes sureños que se habían mudado al norte y les dio un libro sobre la vida que dejaron atrás, “estaban sentados leyendo el libro, escuchándome leer y recuperamos una suerte de paraíso”.

Me gustaría terminar con este pensamiento: cuando rechazamos la única historia, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una sola historia sobre ningún lugar, recuperamos una suerte de paraíso.

*Traducción de María Paula Laguna