Investigamos y promovemos el acercamiento entre las culturas catalana y americanas, dándolas a conocer al público en general.

Maestros leoneses, carne de cañón

El País
Natalia Junquera
24 de noviembre de 2012

Josefina García, de 100 años, pasó casi la mitad de su vida en México, adonde huyó con su padre tras el fusilamiento de su hermano a principios de la Guerra Civil


Josefina García muestra una fotografía de su padre, Mariano, con el que se exilió en México tras la Guerra Civil. / NORBERTO CABEZAS

Salió de su casa con lo puesto, en mitad de la noche, al monte, caminando por el reguero para no dejar pisadas en la nieve. Josefina García tenía aquella madrugada de 1936, 24 años. No volvería a su hogar, en Truébano de Babia (León), hasta los 47, y de visita. El pasado marzo cumplió un siglo y ha pasado casi una vida entera desde aquella huida, pero el miedo de verdad se pega a la memoria como un traje de buzo al cuerpo. No ha olvidado un detalle.

Los falangistas acababan de fusilar a su hermano, Justiniano, el único varón entre siete chicas. “Lo mataron de los primeros, por ser de izquierdas. Vinieron a buscarle, se lo llevaron en un camión con otros hombres y no le vimos más”, recuerda. “Estaban matando a mucha gente. Maestros no dejaban ni a uno”. Y esa era, precisamente, la profesión de Josefina y de su padre, Mariano. Carne de cañón. Él huyó primero. Se escondió con otros maestros en un pajar de Taverga (Asturias). No supo que a su mujer la habían metido en la cárcel por no querer revelar dónde estaba hasta que su hija se reunió con él en aquel pajar y se lo contó. Josefina había estado llevándole comida a su madre a la prisión: tres kilómetros a pie cada día. Cuando pidió permiso para ir a ver a su tía, también presa, en otro pueblo, en el cuartel pensaron que era una espía. Y decidió huir antes de intentar dar las explicaciones que a tantos otros no les habían servido de nada.


Josefina, cuarta por la izquierda, con sus padres y cuatro de sus hermanas antes de la guerra.
Asturias fue solo la primera parada. “La guerra nos fue llevando. Fuimos a Cataluña, donde dimos clases de castellano a los que solo hablaban catalán y temían problemas. Y después, a Francia. Me quedé con las ganas de ver París”, dice aún con verdadero fastidio. “Me invitó una amiga francesa, pero no pude ir por la razón más tonta. ¡No tenía ropa interior! Solo tenía una muda y cuando la lavaba tenía que estar todo el día en cama esperando a que secara”.

La huida continuó. Terminaron en México porque así se lo aconsejó a la familia de Félix Gordón Ordás, natural de León, entonces embajador español en México. Se lo explicaba el tío de Josefina, Elías, en una carta el 14 de marzo de 1939 al embajador mexicano en París, Narciso Bassols, rescatada ahora del Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana. David Rubio, sobrino nieto de Josefina, se la lee —no le falla la memoria, pero sí la vista— y ella recuerda enseguida que si terminaron en México fue por aquel consejo de quien terminaría siendo el presidente del Gobierno de la República en el exilio. “Si no, habría sido cualquier otro país. Lo importante era salir. Si nos hubiéramos quedado en España, a mi padre lo habrían matado con toda seguridad y a mí quizá también”. El 13 de julio de 1939, ella, su padre, su tío y sus primas zarparon de Puillac (Burdeos) rumbo a México. Les acompañaban 2.000 españoles que huían de lo mismo y viajaban, como ellos, con lo puesto.


“Yo nunca había visto el mar. Lo vi por primera vez desde aquel barco”, recuerda. Su padre escribió un diario a bordo que David recuperó y publicó en el Diario de León: “Al subir nos dijeron que retrasásemos nuestros relojes 30 minutos cada uno de los 14 días que pasáramos a bordo y que así estaría en hora cuando atracáramos en Veracruz”, escribió en sus primeras líneas. La hora le inquietaría durante muchas páginas. “Me carcome la curiosidad de saber si será cierto que mi reloj marcará la hora mexicana una vez ponga el pie en tierra...”.

Mariano escribía mucho sobre su hija. “Estoy preocupado y orgulloso de ella a partes iguales. Ha perdido mucho peso (...) No soporta ni la nostalgia de nuestra familia, ni, supongo, la ausencia del novio que debió dejar en Truébano y por el que no quiero preguntarle...” —Se llamaba Pepe. “Era muy guapo. No nos pudimos ni despedir”, lamenta Josefina—. “Josefa se preocupa por mí a todas horas. Creo que me acompaña por miedo a que me ocurra algo, para cuidar a su padre, un viejo maestro de casi 70 años al que, en lugar de la jubilación, le ha llegado el exilio...”. El 27 de julio llegaron a México. “Las cinco marcaba mi reloj, exactamente la misma hora que todos los relojes de Veracruz”, escribió sorprendido Mariano en su diario. Se adaptaron pronto. “Todo funcionaba con la mordida. Me apunté a clases para aprender a manejar (conducir) —a Josefina aún se le escapan palabras en mexicano y sigue respondiendo al teléfono con un exótico ¿Bueno?—, y el primer día me dijeron que si les daba cien pesos, me daban el carné. ‘¡Pero si no sé nada!’, les dije. Les daba igual”.
El Comité de Ayuda a los Españoles les dio dinero, ropa y un puesto de trabajo en un pueblo llamado Roque para formar a profesores rurales. “¡Nos preguntaban cómo habíamos llegado desde España, si a pie o a caballo!”, recuerda Josefina entre risas.

Luego se reunieron en México DF con el resto de la familia y otros que se incorporaron a ella. “Fuera de tu país, los españoles somos familia”, explica. También hizo un amigo famoso. “Conocí a Plácido Domingo. Cantábamos rancheras y él tocaba el piano”.

Josefina recuerda que a su padre le extrañaba ver a las mexicanas esperar a sus maridos en las fábricas. Pensó que eran mucho más agradables que las españolas hasta que un día, hablando con una, averiguó la verdad: iban para interceptarles y que no se gastaran el jornal en la taberna. Josefina volvió a España en 1959: “Mi madre me dijo que a los hijos que están fuera, siempre se les quiere más”. Y en 1986, definitivamente. Estaba un poco cansada de los terremotos de México y del picante, al que nunca se acostumbró.


“Crecimos en una especie de gueto, siempre con la idea de regresar

El País
Inés Santaeulalia
México
23 de noviembre de 2012



Justo Somonte es uno de los pocos supervivientes del masivo exilio republicano español que llegó a México hace 70 años


Justo Somonte, en su casa de Ciudad de México. / PRADIP J. PHANSE

Nueva York los recibió como héroes. Un grupo de embarcaciones rodeó el transatlántico De Grasse lanzando chorros de agua en señal de bienvenida. Eran las seis de la mañana de un frío enero de 1940 y el niño Justo Somonte llevaba horas despierto para no perderse la primera vista de la estatua de la Libertad. Con él, un grupo de refugiados españoles y cientos de judíos habían embarcado 14 días atrás en El Havré (Francia). La travesía, que debía durar siete días, se multiplicó por dos para esquivar los submarinos de guerra alemanes que infestaban las aguas. En Estados Unidos ya los daban por desaparecidos. De ahí aquella fiesta.

La emoción de aquel niño vive nítida tras 72 años en la memoria de Somonte, que desgrana desde su casa de Ciudad de México con todo tipo de detalles el periplo de un chico bien de Bilbao, hijo de un farmacéutico republicano, que se imaginaba toda la vida siendo un “burguesito de provincias”. Hasta que se le cruzaron dos guerras, precisamente a él, nieto del pacifista Rafael Altamira.

Con solo ocho años Justo abandonó a su padre y su Bilbao natal huyendo de la Guerra Civil en una pequeña embarcación rumbo a Francia, hacinado con otras 500 personas y acompañado por su madre y hermanos. En Burdeos los esperaba el abuelo, juez internacional de La Haya y dos veces nominado al Nobel de la Paz. “Nosotros éramos unos refugiados atípicos”, reconoce Somonte.

El sueldo en florines de Don Rafael les dio para alquilar una preciosa villa en Bayona y matricular a los niños en el Liceo. Gracias a los florines evitaron los campos de concentración donde se refugiaron miles de españoles y Justo recuerda con felicidad aquellos tres años en Francia: “Entonces pensé que toda la vida sería un burguesito francés”.
Pero estalló la Segunda Guerra Mundial. El padre de Justo (del mismo nombre que su hijo), exalcalde socialista de Bilbao, abandonó el País Vasco para unirse a la familia en Bayona. Ante el avance de las tropas alemanas, fue uno de los miles de españoles que solicitaron un visado para viajar a México, bajo la benevolencia del presidente Lázaro Cárdenas, que abrió las puertas del país a miles de exiliados. Entre la multitud de solicitudes de aquellos años que conserva el Acervo Histórico Diplomático de México hay una fechada el 20 de mayo del 39 y dirigida al entonces embajador mexicano en Francia: “Pondrá la presente en sus manos el señor Justo Somonte, leal servidor de la República Española, y socialista sincero, actualmente expatriado y sin fortuna, pues todos los bienes le fueron confiscados. El estado de angustia en que se encuentra el referido señor, me mueve a rogar a Usted le imparta la ayuda de esa Legación, para que pueda venir a nuestro país en unión de su mujer e hijos”. Justo desconocía la existencia de esa carta, que quizás cambió para siempre el destino de su vida. Lee la misiva mecanografiada enviada por un amigo de su padre desde México y asiente: "Así fue".

Los primeros que atravesaron el Atlántico con el visado en la mano fueron el padre y el hermano mayor de Justo, solo unos meses antes de que embarcaran la madre y el resto de hermanos. Justo recuerda que el De Grasse partió una mañana fría y en medio de bombardeos. Para el niño, la larga travesía fue una aventura “deliciosa”, correteando por cubierta mientras su madre y una hermana echaban las tripas a causa de los mareos. Tras la majestuosa bienvenida estadounidense a los refugiados que todo el mundo pensaba que se había tragado el mar, los españoles pasaron a un tren para cruzar la frontera y llegar a México.

Justo explica que las autoridades recibieron muy bien a los exiliados, entre los que se contaban por miles los intelectuales y profesionales de izquierdas, pero para los mexicanos los españoles solo eran “los malos de la película”. “Al final nos identificábamos con nosotros mismos. A nuestros padres al llegar se les paró el reloj y vivimos una España idealizada. Crecimos en un ambiente hiperhispano, una especie de gueto, siempre con la idea de regresar hasta que se nos acabaron los dedos de contar los años”.

El cabeza de familia nunca volvió. “Vivió con una añoranza terrible y quizá eso influyó en que muriera joven”, dice su hijo, que aún hoy mantiene el acento vasco y un interés desmedido por las andanzas de Athletic de Bilbao. Casado con la hija de un fusilado republicano, Justo se siente “muy mexicano” aunque hasta la fecha sigue pasando las tardes jugando dominó con los del “gueto”. Niños españoles que hoy peinan canas mexicanas. El poco pasaje que aún vive para recordar la travesía de los barcos que cruzaron el Atlántico hace más de 70 años y que les dejó para siempre la etiqueta de “refugiados españoles en México, a mucha honra”.

Lee la carta que Luis Garrido envió al embajador de México en Francia para solicitar asilo para la familia Somonte.

Los Schindler mexicanos

El País
Luis Prados
México
22 de noviembre de 2012



Republicano español en uno de los barcos que llegaron a México. / ACERVO HISTÓRICO DIPLOMÁTICO

La generosidad sin precedentes del presidente Lázaro Cárdenas con los republicanos españoles no hubiera sido posible sin el talento y el esfuerzo de un grupo de intelectuales y diplomáticos mexicanos que, superando unas circunstancias políticas extraordinariamente difíciles, lograron que unos 20.000 refugiados encontraran la libertad y una nueva patria en este país. De figuras como Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas, pero sobre todo de Luis I. Rodríguez, Gilberto Bosques, Isidro Fabela y Narciso Bassols bien puede decirse una vez más que nunca tan pocos salvaron a tantos.

Su actividad diplomática durante la posguerra española y la II Guerra Mundial tiene todos los ingredientes de una novela de aventuras. Luis I. Rodríguez, embajador mexicano en Francia entre julio y diciembre de 1940, cumplió con creces la orden de Cárdenas de lograr que el Gobierno de Vichy permitiera a México “acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia”, la mayoría de ellos internados en campos de concentración.

A primera hora de la tarde del lunes 8 de julio de ese año, Rodríguez llegaba en su Buick al Hôtel du Parc donde sería recibido por el mariscal Pétain. Durante media hora los dos hombres, “él sentado en una butaca y yo al borde de su lecho”, como relató el diplomático en las notas de su diario, discutieron el caso de los exiliados españoles:

-“¿Por qué esa noble intención –me dijo- que tiende a favorecer a gente indeseable?”.


Narciso Bassols. / Jorge Moreno Carde

-“Le suplico la interprete usted, señor mariscal, como un ferviente deseo de beneficiar y amparar a elementos que llevan nuestra sangre y nuestro espíritu”.

Al final, el mariscal accedió y un convenio firmado el 22 de agosto hizo posible la reanudación del embarque de exiliados a México. Las virtudes y entrega del diplomático mexicano superarían a lo largo de aquellos meses tremendas dificultades como la falta de transporte y recursos económicos, la división entre los republicanos españoles, las dudas sobre la conveniencia de la medida en el interior del propio Gobierno mexicano, la indignación de la derecha de este país ante la llegada de miles de “rojos” y la animadversión de la prensa francesa. Le Petit Journal de Marsella celebraría el acuerdo, en un artículo publicado el 3 de septiembre de 1940, con estas palabras: “Buen viaje, señores, háganse colgar en otra parte”. Y días más tarde en Le Journal, Max Massot firmaba un reportaje sobre los campos de concentración, que comenzaba así: “Los despojos del Ejército español van a salir de Francia (…) huéspedes indeseables, soldados inútiles”.
La acción de Luis I. Rodríguez fue también crucial para sacar del territorio francés a Juan Negrín, dar protección jurídica a Luis Nicolau d’Olwer, exministro de Hacienda y exgobernador del Banco de España y enterrar con dignidad a Manuel Azaña.

Aquella mañana del martes 5 de noviembre de 1940, el prefecto de Montauban quiso impedir la presencia de españoles en el cortejo y enterrar al último presidente de la II Republica con la bandera de Franco. Rodríguez se enfrentó a él, negándose a semejante “blasfemia”, y al no poder hacerlo con la republicana, desafío al representante de las autoridades francesas con estas palabras: “Lo cubrirá con orgullo la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes una dolorosa lección”.

En 1973, Luis I. Rodríguez, de quien Pablo Neruda escribió que tenía “algo de domador popular y algo de gran señor de la conciencia”, fue enterrado en México en un féretro cubierto con la bandera de la República española.

Otro gigante de la solidaridad internacional fue Gilberto Bosques, cónsul general de México en París en aquellos años, quien rescató a Max Aub del campo de concentración de Vernet y más tarde de otro del norte de África. Amigo de Negrín, a quien califica de “gran gourmet” en el libro Gilberto Bosques: el oficio del gran negociador, resumen de ocho entrevistas realizadas al diplomático por Graciela de Garay en los años ochenta, Bosques trasladó el consulado a Marsella tras la rendición de Francia. Allí se las ingenió para alquilar dos castillos que convirtió en residencias de asilo para los exiliados españoles. En el castillo de Reynarde se alojaron 850 refugiados de todas las profesiones y oficios. En el de Montgrand, 500 mujeres y niños. Bosques organizó la vida de los republicanos en esta especie de purgatorio antes de embarcarlos para México, vía Marsella o Casablanca, creando un servicio médico, una oficina jurídica, una escuela e incluso montando obras teatrales y competiciones deportivas.


Gilberto Bosques. / Jorge Moreno Carde

La actividad de Bosques se complicaría tras la evacuación de refugiados judíos y la consiguiente ruptura de relaciones de México con el régimen de Vichy en noviembre de 1942. La legación fue asaltada por la Gestapo y las 43 personas que la integraban con el cónsul y su familia a la cabeza fueron detenidos y trasladados en febrero de 1943 a un hotel prisión de Bad Godesberg, en Alemania, donde permanecerían un año.

Una vez liberados, de regreso a México, Bosques sería nombrado embajador en Portugal tras el fin de la II Guerra Mundial. Allí continuaría la labor realizada en Francia. “Se me encargaría de auxiliar a los refugiados españoles que atravesaban la frontera de España y Portugal y eran capturados por la policía portuguesa para ser entregados a Franco. Regularmente su destino era el cadalso”.
Tras pasar por Suecia y Cuba, el diplomático se retiró de la vida pública en 1964 con la llegada a la presidencia mexicana de Gustavo Díaz Ordaz. “No quería verme en el caso de colaborar con ese señor”, se justificó.

Antes, Isidro Fabela y Narciso Bassols, se habían erigido, desde su posición de delegados de México en la Sociedad de Naciones, en defensores morales de la II República, denunciando en Ginebra la intervención de la Italia fascista y la Alemania nazi en la guerra civil española y la hipócrita neutralidad de las democracias. Con discursos y obras –Bassols sería embajador en Francia al comienzo de la crisis de los refugiados españoles en febrero de 1939- ambos articularían la iniciativa humanitaria de Cárdenas.
Fabela adoptaría dos huérfanos españoles y sería entre 1942 y 1945 gobernador del Estado de México donde formaría dentro del futuro PRI el influyente grupo de Atlacomulco, su pueblo natal y el mismo de Peña Nieto. Bassols rompería con Cárdenas tras acoger este a Trotsky y en 1944 sería nombrado embajador en la URSS. Pero eso ya son otras historias. Sus acciones, junto con las de Rodríguez y Bosques, no solo salvaron la vida a miles de españoles. Consagraron el derecho de asilo como una actitud internacional de México.

“Al general Cárdenas le debemos una vida digna y decente”

El País
Inés Santaeulalia / Mari Luz Peinado
México
21 de noviembre de 2012

Aurora Velasco sujeta una foto de su padre, Joaquín. / Saul Ruiz Mata

Las manos ya temblorosas agarran una carta tan desconocida como propia para Aurora Velasco, de 86 años. “Es muy papá”, dice sonriendo. La caligrafía limpia y redonda de Joaquín sigue intacta 73 años después. “Venimos de Valencia, vía Orán, con los pasaportes visados y los billetes hasta París pagados. No obstante, las autoridades francesas de este puerto no nos permiten continuar viaje”, recalca la misiva. Es una entre los miles que conserva el Acervo Histórico Diplomático de españoles republicanos que solicitaron un visado para entrar en México al acabar la Guerra Civil española en 1939. Aurora relee las cuartillas y asiente: “Las autoridades francesas nos trataron como a perros”.

La amargura de sus palabras solo dura un instante. A partir de las cartas de su padre, Aurora desgrana la historia de la salida de España de la familia Velasco, un viaje, reconoce, “lleno de personas maravillosas”. Como aquel señor que, “al descubrir que papá era masón”, los sacó de la bodega de un barco carbonero tras varios días atracados en el puerto de Orán (Argelia), con otras 200 personas, sin comida y con solo un excusado. O el grupo de obreros que pagó su cuenta en un restaurante francés. “Solo porque éramos refugiados españoles. Nos echamos todos a llorar”. O ese otro español “maravilloso” al que conocieron en un tren a París y que dedicaba sus domingos a recorrer con su furgoneta y un megáfono los campos de concentración franceses donde se hacinaban miles de españoles para tratar de reunir a las familias separadas al cruzar la frontera.

"Las autoridades francesas nos trataron como a perros"

Aurora celebró su decimotercer cumpleaños el 15 de mayo de 1939 en la estación de tren de Perpiñán, una de las últimas paradas de un viaje que empezó en 1936 en Madrid, donde su padre trabajaba en la sección de censura de prensa del bando republicano. Aquel día de mayo en Perpiñán no hubo fiesta, pero sí un pedazo de pastel para cada miembro de la expedición: Aurora, su madre, su padre, su hermano Basilio, su hermana Ananda y el marido de esta. Atrás dejaban Valencia, Orán, Marsella y París, y al frente ya solo quedaba destino: México DF vía Veracruz.

Carta de Joaquín Velasco.

A Aurora se le ilumina la cara al hablar de su padre. “Era un señor asturiano, rubio, muy alto, con los ojos azul cielo y de una pureza impresionante que mantuvo hasta su muerte. Tenía un buen abrigo y un buen chapeau que no se quitaba para nada”. El señor del chapeau [sombrero] y su esposa no dudaron en salir de España cuando el bando republicano dio la guerra por perdida. México no fue un destino al azar, ya que los dos habían vivido allí de jóvenes y tenían familia en el país. Dejaron España por “una cuestión ideológica, pero también por necesidad”. “Una vez arrestaron al hermano menor de mi padre pensando que era él y estuvieron a punto de fusilarlo”, recuerda.

La insistencia del padre en sus cartas a la legación diplomática de México en Francia para conseguir el visado dio resultado y el 25 de junio de 1939 los Velasco embarcaron junto a otras 306 familias en el vapor francés Sinaia, el primer gran buque de exiliados españoles que llegó a México. “A mí el viaje me pareció estupendo”, señala Aurora. De esos 19 días de travesía recuerda especialmente las conferencias que se organizaban para explicar cómo era México, la comida, que “no era mala salvo el día que se les pasaron las alubias”, las bodegas con literas de tres pisos abarrotadas y la música. “Se formó una banda y cada noche, cuando caía el sol, nos reuníamos en cubierta para escucharlos. Tocaban zarzuela y música popular”.
La música también los acompañó a su llegada al puerto de Veracruz, pero la fiesta duró poco. “Las autoridades nos recibieron muy bien, pero la gente nos miraba como si fuéramos monstruos. Nos costó mucho trabajo demostrar que éramos gente decente”.

Hasta que se abrieron hueco en su país de adopción. Don Joaquín se nacionalizó en cuanto pudo. “Se sentía muy mexicano, estaba muy agradecido. Al general Cárdenas le debemos una vida digna y decente”. Aurora asegura que sus padres no murieron con la pena de no volver a España, pues ya habían perdido la esperanza. Ella sí ha podido hacerlo. “Me siento española, sí y no. Quiero a España, me interesa lo que pasa y también me duele. Pero España avanzó de una manera y nosotros en México lo hicimos de otra. La España actual no tiene nada que ver con lo que yo conocí en la República. Ya no es lo mismo”.

Lee las cartas de Joaquín Velasco (Página 1 | Página 2 | Página 3 | Página 4)

¿Conoces a algún protagonista de las cartas? Escríbenos a cartasexiliomexico@gmail.com

Los intelectuales que no llegaron a México


El País
Lluís Prados. México
19 de noviembre de 2012

En las 18 cajas donde se guardan las cartas del primer exilio de republicanos españoles, a las que ha tenido acceso EL PAÍS, se hallan también desordenadas notas diplomáticas, listas y currículum vítae de los peticionarios, consultas burocráticas y formularios para solicitar el asilo. Entre ellas uno se tropieza con nombres propios de escritores e intelectuales que en algún momento de aquellos años terribles de la derrota pensaron huir a México aunque finalmente nunca lo hicieran. Son los casos de Arturo Barea, el autor de la imprescindible trilogía La forja de un rebelde; Elena Fortún, la escritora de los cuentos de Celia o el filósofo José María Ferrater Mora, entre otros muchos.

Barea como Ferrater Mora aparecen en una “Lista de españoles que desean emigrar a México sin recursos. Intelectuales”. El novelista figura con esta dirección: “Brookholds Farms. Great Minder near Ware. Inglaterra”, y en las columnas de la derecha: “Escritor. UGT”. El domicilio registrado del filósofo es “Chez A. Tarrago. 12 Quatre Fages. París V”. Figura como “profesor de idiomas, Izquierda Republica. UGT”. Barea permaneció en Gran Bretaña dedicado a la escritura y el periodismo hasta su muerte en 1957. Ferrater Mora tras vivir en la capital francesa entre enero y abril de 1939 marcharía después a La Habana y de allí a EE UU donde desarrollaría su carrera académica y obtendría la nacionalidad estadounidense. Moriría en Barcelona en 1991. Elena Fortún iniciaría un periplo que la llevaría por Francia, Suiza y Argentina hasta su regreso a España en 1948.

 
 
Otros como el escritor Xavier Benguerel, ganador en 1974 del premio Planeta con la novela Icaria, Icaria solicitó asilo en México, pero acabó exilándose en Chile. El escultor Enrique Moret Atruells se refugió en Cuba. Ramón Vinyes terminó en Barranquilla (Colombia) donde dirigió la revista Voces, la más vanguardista del país, y sería el modelo de Gabriel García Márquez para su personaje de el sabio catalán en Cien años de soledad.

También se encuentran profesionales eminentes como el catedrático de Hacienda Pública, Jesús Prados Arrarte, quien entonces menor de 30 años y con dirección en “54 Rue de Motz, Toulouse”, redacta a máquina su currículum vitae en tres folios y en otro folio y medio su actividad política y militar durante la guerra. En ellos detalla que en esos años no tuvo actividad científica alguna “por haberse enrolado como voluntario el 18 de julio de 1936” y su expulsión del PCE en 1933 por “labor faccional” tras haber ingresado dos años antes. Prados Arrarte se exiliaría en Argentina y Chile y no volvería a España hasta 1954. Catedrático desde 1959 de la Universidad Complutense de Madrid, ocuparía el sillón “N” de la Real Academia Española en 1981.

Primera página de la carta de Elena Fortún.

También se hallan algunas cartas de recomendación para facilitar la emigración a México de los refugiados escritas por otros españoles ya asentados en el país de acogida, por notables de la política mexicana del momento como el pintor estalinista Siqueiros o el sindicalista Vicente Lombardo Toledano e incluso por extranjeros como el corresponsal entonces del diario británico Manchester Guardian, Frank Jellinek.

Entre ellas destaca una del poeta León Felipe, exiliado en México desde1938, en las que solicita que se incluyan en las listas de embarque a “las familias del teniente coronel Rafael Trigueros y de Joaquín Velasco". Y después, escrito a mano, añade: “Otra familia, parientes de Octavio Paz, a cuya casa vendrán”.

Segunda parte de la carta de Elena Fortún.

Querida tierra hermana…


El País
18 de noviembre de 2012
Luis Prados
México D.F

Las Cartas del Exilio Republicano

"Con España presente en el recuerdo / con México presente en la esperanza”, escribió el poeta Pedro Garfias a bordo del vapor Sinaia, uno de los primeros barcos que en junio de 1939 atracaban en el puerto de Veracruz con más de mil refugiados republicanos españoles tras la Guerra Civil. Atrás quedaban cientos de miles de exiliados atrapados la mayoría en los campos de concentración franceses. Anticipando el final del conflicto, el Gobierno del general Lázaro Cárdenas había puesto en marcha la mayor operación de solidaridad internacional que probablemente se haya visto nunca. México estaba dispuesto a dar pan, hogar y trabajo a todos aquellos para los que nunca habría paz ni piedad ni perdón en la España de Franco. En la oscuridad de los barracones, entre el hacinamiento, el hambre, la enfermedad y la desolación de quienes habían perdido familia, amigos, trabajo y posición, México brillaba como un sueño.

Las voces, las súplicas, de aquellos miles de personas derrotadas que querían escapar de la pesadilla quedaron registradas en las cartas que enviaron en 1939 y 1940 a la Embajada de México en París solicitando emigrar. Un material inédito, conservado en el Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, al que ha tenido acceso EL PAÍS y del que emerge un relato colectivo de hombres y mujeres de todos los oficios y profesiones en cuya peripecia vital se mezclan la desesperación y el orgullo, la ternura y el valor.

Más de 7.000 cartas, correspondientes a muchas más vidas interrumpidas, escritas a lápiz y a pluma, con todo tipo de letra y clase de papel, redactadas por quienes en el invierno de 1939 cruzaron la frontera “a pie, sin fortuna, con las manos limpias”, como escribe el 14 de febrero de ese año el refugiado Fernando Pintado cerca de Perpiñán. En muchas de ellas, el autor añade el nombre de sus familiares, amigos del trabajo, compañeros de armas o de barracón.

Misiva de agricultores desde el campo de Saint Cyprien.

La mayoría dieron con sus huesos en los campos de internamiento, como era su nombre oficial, del sur de Francia, vigilados por gendarmes franceses y soldados senegaleses. En las cartas dan testimonio de las penalidades que sufren allí. José Pomés, redactor de Diario Gráfico y La Noche, de Barcelona, cuenta desde el campo de Bram el 12 de junio de 1939: “Me encuentro en el más lamentable estado, sin ropa, ni salud, ni dinero francés… va para tres meses tirado en un montón de paja sin ni siquiera una manta”. Manuel Guiú Macía, que solicita “ingresar voluntariamente en el Ejército mexicano o en su legión”, exclama desde el pabellón 27 del campo de Septfonds: “Los días aquí transcurren lentos, eternos, y ¡¡¡la aurora de esa tenebrosidad tarda tanto en descubrirse!!!”.

Tres milicianos de la República firman el 2 de julio de ese año y desde ese mismo campo esta joya de humildad literaria: “No dudando de que la voz y los ruegos de estos sin patria suplicantes serán atendidos con la justicia que nuestro caso requiere. Nuestra profesión es la campesina”. A las lamentables condiciones materiales de los exilados había que añadir unas circunstancias políticas completamente desfavorables que solo la tenacidad en el mantenimiento de sus principios por parte del Gobierno mexicano y la habilidad de su cuerpo diplomático pudieron salvar.

Entre los documentos, ahora desempolvados, se encuentra este mensaje cifrado enviado el 27 de enero de 1939 por el embajador mexicano en París, Narciso Bassols, al presidente Cárdenas: “Política Francia seguirá invariable. Stop. Relaciones díceme no podremos recibir excombatientes ni refugiados políticos. Stop. Comprendiendo problemas únicamente me permito pedirle que México sostenga su ofrecimiento conocido universalmente de abrir puertas a republicanos españoles. Stop. Creo que tratándose personas filiación política bien definida estamos obligados recibirlos”.
Presos del hambre, veían a México brillar como un sueño
Hubo más dificultades, como la rivalidad de las organizaciones españolas que competían por ayudar a los refugiados, las diferencias de criterio en la selección de los asilados por parte del Gobierno mexicano e, incluso, la conveniencia o no de sacar de España a hombres en edad militar antes del fin de la guerra. El embajador Bassols expone este último problema con crudeza en otro telegrama ahora reencontrado, fechado el 1 de marzo de 1939 y dirigido a la cancillería mexicana: “Como lucha española no ha terminado trabajadores útiles no puedan alejarse definitivamente debilitando resistencia. Stop. En general todavía no llegan solicitudes de buena calidad excepción ancianos y niños. Stop. Hasta hoy gran mayoría corresponde gente derrotista sin sentido lucha social y con mezquino egoísmo. Stop”.

A la angustia de los exiliados se sumó el pavor ante un inminente reconocimiento de Franco por Francia e Inglaterra, con las consiguientes deportaciones y el estallido de la II Guerra Mundial, como reflejan las cartas de los republicanos, conscientes de que ya no podrían volver a su país. Juan del Hoyo escribe en septiembre de 1939 desde Burdeos: “Por mi cualidad de magistrado no puedo ni pensar en regresar a España; la policía francesa me apremia por tantas prórrogas de estancia que he solicitado”. Ramón Infante Varela, desde el hospital Civil-Asilo de Montauban, expone: “Debo decirle que la actuación política de mi esposa (Maruja Lafuente, de 25 años, de Gijón) en España ha sido muy significada, por haber ostentado cargos de responsabilidad máxima en el Partido Comunista de la Región Asturiana, pues se trata de la hermana de la heroína del Movimiento de Octubre de Asturias, Aída Lafuente, y por este motivo, bajo ningún concepto puedo volver a España”. Juan Ponsivell, de la Brigada de Carpinteros del campo de Barcarès, asegura: “Nada hay en mi actuación durante la guerra ni antes de ella de que pueda avergonzarme, pero no quiero volver a la tierra que ha hollado el fascismo extranjero con la ayuda de unos hombres que imitando al conde don Julián han traicionado a su patria y asesinado a sus hermanos”.

Un grupo de exiliados llega al puerto mexicano de Veracruz en el barco Vapor Flandes.

Los motivos varían, pero la urgencia por huir a México es la misma. El capitán de infantería Antonio Pascual Arnao, de 34 años, casado, de Barcelona, explica el 20 de abril de 1939 que “principalmente por ser francmasón es evidente que mi vuelta a España es absolutamente imposible sin exponerme a una cierta e irreparable represión (…) hay que tener presente que Franco ha jurado exterminar a los masones, cosa que cumple con inaudita crueldad”. Ese mismo día, el mecánico José Puig Bosch afirma desde el campo de concentración de Argelès-sur-Mer: “Renuncio a volver a mi patria, según noticias de mis familiares, en un registro en mi casa han quemado más de cien libros (…) por el solo hecho de ser republicanos-federales toda nuestra vida y el no haber bautizado a nadie de dos generaciones”. Otros alegan “incompatibilidad moral” con el régimen franquista, y otros, como Carmelo Perdigó Casanovas, de Esquerra Republicana de Cataluña, razones más concretas: “Siéndome imposible el regreso a España por haber pertenecido al Cuerpo de Seguridad (policía secreta) de Cataluña desde el año 34…”.

La situación internacional continuaría empeorando con la caída de París en junio de 1940, la ocupación alemana de Francia y la constitución del régimen de Vichy del mariscal Pétain. La acción solidaria del presidente Cárdenas se complicaría extraordinariamente. México, sin recursos ni marina, trataba el problema de una población de desterrados sin Estado con otro país ocupado militarmente y con soberanía limitada.
Además, la guerra pronto se extendería al Atlántico haciendo casi imposible la travesía, y la evacuación de españoles cesaría durante meses o se ralentizaría ese año, como muestran las cartas. Solo las dotes de persuasión del diplomático mexicano Luis I. Rodríguez permitirían relanzar el traslado de refugiados. En una memorable entrevista celebrada el 8 de julio de 1940 en Vichy, Rodríguez convenció a Pétain para que autorizase la operación, no sin antes tener que oír del mariscal preguntas como esta: “¿Por qué esa noble intención que tiende a favorecer a gente indeseable?”, o afirmar que los republicanos tenían que afrontar la suerte reservada “a las ratas en las grandes miserias”.
Pido ingresar en el ejército mexicano o en su legión
La esgrima verbal de Luis I. Rodríguez prevaleció, y tras el acuerdo del 22 de agosto de ese año, México aceptaba, bajo la protección de su bandera, a todos los españoles refugiados en Francia y costear parte de su sustento, que sobre todo corría a cuenta de las organizaciones republicanas de ayuda. Tras la derrota de la República, unos 450.000 españoles huyeron a Francia. Dos tercios de ellos acabarían volviendo a España después. A partir de 1939, cerca de 20.000 encontrarían un nuevo hogar en México. Ese año llegaron a este país 6.236 refugiados, y en 1940, tan solo 1.746. Las cartas demuestran que el número de solicitudes de asilo fue muy superior al de las personas que finalmente cumplieron su sueño.

Vicente Pausa Espí, en nombre de varios compañeros todos ellos de Villanueva de Castellón (Valencia) se ofrecen a México como técnicos especilizados en el cultivo del naranjo.

Las misivas, escritas por hombres en su mayoría entre los 25 y los 45 años y procedentes sobre todo de Cataluña, Levante, Asturias, Andalucía y Madrid, siguen una pauta: agradecimiento a México, enumeración de méritos antifascistas y profesionales, exposición de su futura contribución a la nación de acogida y relato de la desgracia caída sobre sus vidas.

Aun siendo un exilio en gran parte de profesionales y técnicos cualificados, muchas cartas sorprenden por su estilo elevado –“No deseamos regalo para nuestras vidas. Pedimos calor para nuestras aspiraciones”; “México, insignia liberal de la América hispana, hoy hacemos promesa de nuestro sacrificio”; “Que han tenido que huir de su tierra ante el fantasma negro de la reacción, sostenido por los militares perjuros, hijos de aquellos mercaderes de la espada que, en años remotos, solo tenían por oficio el robo, el asesinato y la befa de vuestras costumbres en sus aventuras coloniales”–, no exento a veces de pedantería: “Mi objetividad, que será anhelo de muchos, no dejará de ser estudiada por ese negociado que tan dignamente representa…”.
Renuncio a volver a mi patria, donde quemaron mis libros
Tampoco falta, dadas las condiciones de extrema necesidad en que se encuentran, cierta picaresca para conseguir el objetivo de emigrar. Desde quienes afirman hablar varios idiomas hasta el caso del periodista madrileño Ezequiel Enderiz Olaverri, de 49 años, quien asegura que “actualmente preparaba la biografía del presidente de México señor Lázaro Cárdenas”, o del abogado sevillano Ricardo Calderón, de 40 años, quien, entre sus méritos literarios, destaca “un poema titulado Sac…Nicte, que pudiera ser de extraordinario interés para el indio maya”.
Unos 20.000 españoles lograron un nuevo hogar en México
Ni un punto de resentimiento por ver embarcar a otros antes. El chapista socialista madrileño Federico Antonio de la Huerta, agente de policía durante la guerra, escribe al embajador mexicano desde el campo de Bram: “Usted fue sorprendido en su buena fe en el envío de emigrados con muchos señoritos, que no tienen oficio ni beneficio y máxime que donde se encuentran los verdaderos trabajadores, revolucionarios y honrados, es en los campos de concentración…”.

Buena parte de los refugiados exponen, a veces con dibujos y esquemas, cómo México podría aprovechar su experiencia profesional en la industria, la agricultura, el Ejército, la enseñanza, la academia, la prensa, el teatro e, incluso, en el mundo de los negocios. Algunos casos poseen una cómica ternura. Vitaliano Gómez, desde el barracón 44 del campo de Septfonds, propone a las autoridades mexicanas “crear una granja de 250 gallinas ponedoras y 20 conejos reproductores”, para lo que necesitaría “un crédito de 2.500 pesos a reintegrar en cuatro o cinco años”. Antonio Martínez, agricultor de Murcia, se ofrece para mejorar la calidad del pimiento en el país del picante, y Mariano Potó, de Barcelona, sugiere que “sería interesante la creación de una cátedra para difundir entre los intelectuales mexicanos la concepción sinóptica de la cultura…”.

Tarjeta de embarque del vapor 'Ipanema'.

Pero las cartas cuentan sobre todo la tragedia de miles de vidas rotas. Carmen Planet expone así su caso: “… habiendo perdido a mi esposo en Madrid el 7 de noviembre de 1936 habiendo ido voluntario a luchar siendo militar retirado y a una hija de 17 años habiendo ido también a luchar voluntaria y murió el 20 de octubre de 1936 en el frente de Sigüenza y los tres varones que me quedan, también voluntarios y el de 18 años inútil de guerra y el de 22 años teniente de Sanidad de Líster que actualmente se encuentra en el campo de Argelès-sur-Mer…”.

Las cinco hermanas Pla Palleja, de Rubí (Barcelona), con edades entre los 20 y los 34 años, refugiadas en el campo de Berck Plage, dicen contar con 3.600 pesetas para el viaje “y “dos relojes de pulsera y uno de bolsillo, un anillo grande de oro y dos monedas argentinas de oro”. Como son sus únicas pertenencias y temen no poder pagar el pasaje, piden al embajador “que aunque sea en un rincón del barco y sin comer nos deje ir a México”. Antonio Paños Garrigues, madrileño, de 36 años, radiotelegrafista, encerrado en el campo de Bram, informa de que todos sus familiares han muerto “víctimas de la aviación durante la guerra” menos su hermano Pedro, “que murió fusilado por los fascistas en Málaga en 1937”.

Durante décadas, la cancillería mexicana ha guardado en estas páginas los gritos de auxilio de los miles de españoles –sastres, camareros, profesores, militares, campesinos, mecánicos, actores, periodistas, contables, funcionarios, médicos, electricistas, ingenieros, estudiantes…– que encontraron una nueva patria en México. Hoy son por fin rescatados, como escribió Juan Rejano, de la “férrea corona del olvido”.

[A lo largo de la próxima semana EL PAÍS publicará más historias relacionadas con las cartas de este archivo]

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