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Los últimos del ‘Sinaia’

Los supervivientes de la travesía que simboliza el exilio republicano repasan el viaje y su vida.

El País
14 de junio de 2014

Carlos Rodríguez Núñez, de 77 años, hizo la travesía a México con dos años. / SAÚL RUIZ

Barre el puerto de Veracruz un aire tropical cargado de calor y de recuerdos. A sus 88 años, Isabel Rosique Molina ha vuelto muy cerca del lugar en el que hace tres cuartos de siglo la historia desembarcó con ella. Allí, en un muelle que ahora ocupa una gigantesca estructura de hormigón, fue donde el 13 de junio de 1939, a eso de las cinco de la tarde, finalizó la travesía del Sinaia, un buque de vapor que transportó hasta México a 1.599 refugiados españoles que huían de la represión franquista y de los campos de concentración franceses. Ese día acabó el viaje, pero dio comienzo una leyenda del exilio republicano, un símbolo que abrió la puerta a otras muchas travesías y que ayer fue conmemorado por los supervivientes. Para celebrar el 75 aniversario destaparon una sencilla placa de agradecimiento a México y Veracruz. El acto, en el que participaron con palabras vigorosas las autoridades mexicanas, fue breve. Aunque hubo aplausos y vivas, algunos exiliados del Sinaia lloraron, otros simplemente se quedaron mirando el vacío. Se respiraba entre ellos una España que en España queda lejos, pero que en tierras mexicanas aún vibra con fuerza: la que representó la República.

- ¿Es usted republicana?
- A muerte. Fíjese que el otro día hasta me puse a llorar al ver la manifestación en la Puerta del Sol de Madrid.

Isabel Rosique acaba de liberar una enorme sonrisa. La mujer, un torrente de energía con cinco hijos, siete nietos y tres bisnietos, no olvida. A la edad de 12 años se subió con su familia al barco en el puerto francés de Sète. La navegación duró 18 días. Luego vino el resto de la vida. Pero ella nunca ha abandonado del todo aquel buque. Su padre, cajista del periódico barcelonés Última hora y afiliado a Esquerra Republicana, murió en México sin poder volver a España. Tampoco logró hacerlo su madre. E Isabel, tras una existencia plena, quiere ahora que sus cenizas se esparzan en las aguas que siente más cercanas, las de Veracruz. “Con suerte llegarán a España”, dice en voz más baja.


Isabel Rosique, como Juan Atilano, Carlos Rodríguez Núñez, Néstor de Buen, Regina Díez Martín o Aida Pérez Flores-Valdés poseen casi todos la doble nacionalidad, aunque se declaran más mexicanos que españoles. Tienen presente que fue esa tierra la que les recibió con los brazos abiertos en tiempos de derrota. Y que lo hizo sin tapujos.

La decisión correspondió al presidente Lázaro Cárdenas, el mismo que había expropiado un año antes el petróleo a las multinacionales estadounidenses y británicas. Aunque hubo algún antecedente, como el episodio de los niños de Morelia, en 1937, el visto bueno al Sinaia representó una clara apuesta política de México por la causa republicana en una hora de pasividad general. Una línea maestra que mantuvo hasta el 28 de marzo de 1978 cuando, ya asentada la democracia en España, se restablecieron las relaciones diplomáticas.

La expedición, la primera de una larga serie, se organizó con ayuda del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles, controlado por el Gobierno republicano. El 25 de mayo, con un pasaje que duplicaba su capacidad , zarpó el buque. Atrás dejaba un continente que la barbarie nazi estaba a punto hacer estallar.

La vida a bordo fue recogida en un documento excepcional: una publicación editada en ciclostil bajo la cabecera Sinaia, diario de la primera expedición de republicanos españoles a México. En sus páginas, dirigidas por el periodista y escritor Juan Rejano, tienen cabida noticias relevantes de aquellos días, piezas didácticas sobre la tierra de acogida, análisis de alto voltaje político y loas descaradas a Cárdenas. Pero también se reproduce el microcosmos del barco y sus 307 familias. Ahí se habla de idilios surgidos en la inmensidad del Atlántico, del nacimiento de la niña Susana Sinaia Caparrós o de la vuelta a la humanidad que experimentaban muchos pasajeros tras abandonar los humillantes uniformes de los campos de concentración.

En aquellos días, Julián Atilano era un chico de 12 años que correteaba por la cubierta del Sinaia y, cuando nadie le veía, se metía en los botes salvavidas a comerse galletas. Han pasado 75 años y recuerda ese tiempo con un punto de tristeza: “Hubo un momento imborrable cuando pasamos por delante del Peñón de Gibraltar e íbamos a dejar definitivamente atrás España. Algunos integrantes de la Orquesta Sinfónica de Madrid que viajaban en el barco se pusieron a interpretar Suspiros de España. Ahí sentimos que no había retorno”.

El diario, a lo largo de sus 18 entregas, desgrana una faceta de la vida a bordo que hizo del exilio republicano un referente latinoamericano: su poderío intelectual. Los conciertos, las conferencias, las lecturas poéticas, los debates profesionales se sucedían. El poeta Pedro Garfias (“España que perdimos, no nos pierdas”, escribió en la travesía), los filósofos José Gaos y Adolfo Sánchez Vázquez o el escritor Manuel Andújar, entre otros muchos intelectuales se habían sumado a aquella aventura. “Franco habló del oro robado por la República, pero se le escapó que el mayor tesoro lo transportaba el Sinaia”, afirma la rectora de la Universidad Veracruzana, Sara Ladrón de Guevara.

Al descender del buque, esperaban a los exiliados cerca de 20.000 personas. A los supervivientes ese recuerdo se les ha quedado grabado. “Yo, que de México no sabía más que lo que había visto en un noticiero sobre la extracción del pulque, me encontré un puerto lleno de banderas, pancartas y aplausos. Nos querían”, recuerda Rosique. El enviado del Gobierno mexicano se refirió a los recién desembarcados como “exponentes de la causa imperecedera de las libertades del hombre”.

Después del Sinaia arribaron con la misma carga otros muchos buques como el Ipanema o el Mexique ; el último fue el Nyassa, en 1942. A lo largo de esos años, desembarcaron unos 25.000 exiliados republicanos. Su huella se hizo sentir. Fundaron centros educativos de gran influencia como el Colegio Madrid, el Instituto Luis Vives y la Academia Hispano-Mexicana. Germinaron en la universidades y en el campo de la cultura y la ciencia. “Fueron un movimiento de transterrados, como ellos mismos decían, se fundieron en la tierra que les recibió”, explica Carmen Tagüeña, presidenta del Ateneo Español de México, organizadora del aniversario.


En un mundo en llamas, el Sinaia corrió otra suerte. El 22 de agosto de 1944, el buque de vapor de 122 metros de eslora fue hundido por los nazis frente al puerto de Marsella. Dos años después, acabada la guerra, fue reflotado y desguazado. Una pequeña placa junto al puerto de Veracruz da las gracias desde ayer a México por hacer posible su travesía.


Una casa para los españoles al otro lado del mar


Jordi Soler
EL País
9 de junio de 2014

La llegada de los republicanos exiliados hace ahora 75 años dio a México una riqueza que se conserva hasta nuestros días.

Hace 75 años, en febrero de 1939, medio millón de republicanos españoles cruzaban la frontera francesa, para ponerse a salvo de la represión del ejército franquista. Los republicanos huían como podían, por el puesto fronterizo de Port Bou o la Junquera, pero también trepando por el Pirineo, con la nieve hasta las rodillas y refugiándose de las ventiscas, en una cueva o detrás de una piedra, en aquel febrero de frío atroz. Los republicanos que se refugiaban en Francia eran inmediatamente encerrados en campos de concentración. El más grande y emblemático de aquellos campos, Argeles-sur-mer, era una playa de varios kilómetros de longitud, delimitada por alambre de espino y rigurosamente vigilada por soldados argelinos del ejército colonial francés. Ahí, sobre la arena de esa playa, a la intemperie, con una temperatura que en las noches bajaba hasta -14 grados centígrados, vivieron, durante meses, más de cien mil españoles, una tribu de desgraciados, que se habían quedado sin país, y que vivían y dormían sobre la arena, no había barracas, no había médicos, no había comida, no había ni madera para hacer fuego, así que los republicanos, para no morir de frio en la noche, excavaban en la arena un agujero en el que se metían y comisionaban a un compañero para que los despertara cada quince minutos y así evitara que murieran congelados, sin darse cuenta, mientras dormían.

Conozco esta historia muy bien, porque es el tema de tres de mis novelas, y de incontables artículos de periódico, pero sobre todo la conozco porque en ese campo estuvo prisionero mi abuelo que, igual que los cientos de miles de republicanos que habían huido a Francia, eran víctimas del clamoroso silencio, y de la vergonzosa pasividad, que observaron entonces todas las democracias de Occidente. Que mi abuelo haya sido prisionero en Argelés-sur-mer, me convierte a mí, de cierta manera, en nieto de ese campo de concentración, de esa historia y de ese exilio que se llevó a mi abuelo, y a mi madre a México, al pueblo de Veracruz donde nací, como un niño mexicano cuya familia venía de España.

En el año de 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, todas las democracias del mundo se hacían de la vista gorda, para no condenar el golpe de Estado de Franco, ni la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil Española. El silencio y la pasividad de aquellos gobiernos, frente al golpe de Estado contra la república legítimamente constituida fue, y sigue siendo, una vergüenza. Sólo un país, uno solo entre todos los países, defendió entonces, contra viento y marea, al gobierno de la República española: ese país, el único entre todos los países, fue México. El presidente Lázaro Cárdenas, a través de su embajador en Ginebra, Isidro Fabela, dijo, ante el pasmo de todos los demás, sentencias como esta: “El gobierno mexicano no reconoce, ni puede reconocer, otro representante legal del Estado español que el gobierno republicano”; el resto guardó silencio con tanta disciplina que, unos años más tarde, el gobierno golpista español conseguiría un asiento en la ONU, el organismo en que se convirtió la Sociedad de Naciones, como si se tratara de un gobierno normal, legítimamente elegido por el pueblo.

Lázaro Cárdenas sostenía que las personas que, por cualquier razón, tenían que abandonar su país, debían ser recibidas por otro; esto le parecía un principio de elemental humanidad y guiado por este ofreció asilo a miles de inmigrantes, entre ellos, a miles de españoles que no sólo habían perdido la guerra, también su país, su casa, su familia y sus libros, todos esos elementos que nos hacen personas. Ante el fracaso de su embajador Fabela, cuyos esfuerzos por defender el gobierno legítimo de Manuel Azaña fueron premiados con un sonoro silencio, Cárdenas abrió las puertas de México, a cualquier inmigrante español, con profesión o sin ella, sin más trámite que la necesidad, o el deseo, de rehacer su vida y labrarse un porvenir en aquel lejano país de ultramar.

De la larga historia que tenemos en común mexicanos y españoles, este es mi episodio predilecto, el de la diplomacia mexicana, sola contra el mundo, rescatando a esa tribu de españoles en desgracia que penaban por los campos de concentración franceses.

La llegada de aquellos republicanos, hace exactamente setenta y cinco años, un grupo variopinto en el que había maestros, médicos, políticos de la república, soldados sin más, empresarios arruinados y escritores, dio a México una riqueza que se conserva hasta nuestros días. En un impecable, y conmovedor, quid pro quo, los refugiados españoles, que eran por cierto lo mejor de España, llevaron a México su cultura, su energía, su visión particular del mundo y su forma de ser.

Este episodio, de armonía y sincronía entre los dos países, es la zona feliz de nuestra historia común, que ha tenido también momentos oscuros, ríspidos. El ensayista mexicano Alfonso Reyes que fue, entre otros destinos diplomáticos, embajador de México en España decía, refiriéndose a la evidente e insoslayable relación que hay entre los dos países, que quién no conoce México, no conoce bien España, y viceversa. Se refería a la forma en que España, durante quinientos años, ha ido diseminándose y creciendo del otro lado del mar, sin dejar de ser ella misma pero, simultáneamente, reconvertida en otros países.

Los emigrantes españoles, desde el primer conquistador hasta el último gachupín o refugiado, primero a la fuerza y luego en sociedad con los habitantes de aquellas tierras, fueron conformando ese territorio enorme, rico y fecundo que es Latinoamérica. España puso ahí su lengua, su religión y una forma particular, y única, de encarar la vida que se sigue conservando hasta hoy.

Gracias a sus emigrantes, España creció y se multiplicó en aquel continente, y hoy su lengua, el español, tiene una importancia capital en el mundo y una capacidad de expansión, y una influencia, que la hacen cada día más importante.

Aunque las afinidades entre los dos países son muy evidentes, también es verdad que hay todavía mucho por hacer para terminar con una serie de prejuicios y estereotipos que hay en México de los españoles, y en España de los mexicanos y que yo, por ser hijo de española y mexicano, experimento permanentemente en toda su magnitud.

Quiero decir que la relación entre México y España no puede darse por hecha, hay que ir más allá de los negocios y las inversiones que hacen las grandes compañías de los dos países, hay que ir más allá de los artistas y de sus obras que viajan de un lado a otro con gran naturalidad, porque todos ellos ya dialogan y proyectan, cada quien desde su campo, ese territorio común, en el que se habla la misma lengua y se comparte esa visión solar del mundo y de la vida; hay que ir más allá de los interlocutores habituales, más allá de Luis Cernuda, de Octavio Paz, de Luis Buñuel, de Carlos Fuentes y de Juan Marsé, de Julieta Venegas y de Enrique Búnbury, de Plácido Domingo y de Rolando Villazón, de Alejandro Amenábar y de Alfonso Cuarón. Hay que ir más allá de todos ellos, como digo, hay que hacer todavía mucha diplomacia y mucha pedagogía para conseguir que España sea el primer aliado de México y que esto lo sepan, y lo entiendan y lo sientan, no solo los empresarios, los políticos y los artistas, sino toda la gente, que los mexicanos sientan a España como suya y los españoles sepan que tienen su casa del otro lado del mar.

 Jordi Soler es escritor.

 

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