Especial Bicentenario
Babelia El País
Sucedió hace cinco años. Estaba de visita en la Ciudad de México, cuando por uno de aquellos tics que quedan de las viejas rutinas, pasé a lustrar mis zapatos con el mismo "bolero" (así se les llama en México a los lustrabotas) que me había lustrado durante muchos años, a inmediaciones de la estación de metro San Pedro de los Pinos. Era una mañana soleada de primavera y el caos paralizaba la ciudad con media docena de marchas de protesta. Me quejé de ello. El bolero comentó la crisis económica y el aquelarre político, y luego me dio una explicación que nunca olvidaré: "Ahí viene la bola", dijo mientras con el encendedor le sacaba un fogonazo al cuero embetunado de mis zapatos. "En este país la bola viene cada cien años: en 1810 por la independencia, en 1910 por la revolución y ahora ahí viene de nuevo para el 2010". Y sentenció: "Nadie la puede detener. Está escrito en el cielo". La "bola" en México es sinónimo de tumulto, reunión bulliciosa de gente en desorden, revolución; cuando las tropas de Villa u otro caudillo revolucionario se acercaban a un pueblo, la gente anunciaba aterrorizada: "Ahí viene la bola".
Cuando escuché la explicación del bolero me pareció insólito que desde entonces estuviera en el imaginario popular la inminencia de una inevitable conflagración social y política, determinada por una idea cíclica de la historia, y que semejante predicción viniera de un bolero, cuyo gremio, férreamente organizado, funciona como una importante antena de escucha del servicio de inteligencia mexicano. Si no lo hubiera conocido de años atrás, hubiera pensado que se trataba de una provocación para "sacarme la sopa" (información) dada mi condición de extranjero. Pero fue él quien habló, no yo, y puedo jurar que dijo "está escrito en el cielo", y que no es una adaptación mía de aquella frase de Jacques el fatalista.
Ciertamente dos meses después de que la dictadura de Porfirio Díaz celebrara con fasto y pompa el primer centenario de la Independencia en septiembre de 1910, un movimiento revolucionario explotó en las narices de una élite que no daba crédito a lo que sucedía, pero ahora estamos en pleno siglo XXI, México vive una democracia y nada igual puede suceder, me dije entonces con certeza, aún sorprendido por esa visión "mítica" de la historia que pervive en sectores populares de Latinoamérica.
Cinco años después, y en la antesala de las celebraciones del bicentenario de la independencia, ya no tengo la misma certeza. Y me pregunto consternado si el bolero de San Pedro de los Pinos no habrá tenido razón y tales festejos no serán sino el detonante de un nuevo ciclo de violencia infernal (como la que ya se padece en México), de gorilismo solapado (como el que impera en Honduras, Venezuela, Nicaragua) y de guerras entre vecinos suramericanos (que los amagos entre Caracas y Bogotá, y Lima y Santiago son moneda corriente). Y también me pregunto si en verdad hay algo que celebrar -aparte de las realizaciones en la cultura y el arte-, porque en lo político padecemos una resaca de doscientos años de frustraciones, con gobernantes que han blandido el espejismo del bienestar y el desarrollo como los conquistadores españoles lo hacían con la bisutería.
Y me digo que quizá lo único a celebrar sería lo inevitable, el sentido de pertenencia, aunque aquello a lo que se pertenezca sea una mugre, en especial para los millones de desesperados ante la miseria del presente y el futuro que se les ofrece, quienes sólo piensan en largarse al llamado Primer Mundo y que el último en irse eche la tranca.
Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957), escritor salvadoreño residente en Tokio, ha publicado recientemente el libro de relatos Con la congoja de la pasada tormenta (Casi todos los cuentos). Tusquets. Barcelona, 2009. 312 páginas. 19 euros.
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