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Un libro donde los cañones disparan monedas de oro

Por William Ospina
El Espectador (Colombia)
Especial Bicentenario


GIBBON DECÍA QUE LO PATÉTICO DE la historia está en los detalles; Marcel Schwob, que el arte se opone a las ideas generales, que sólo describe lo individual y sólo desea lo que es único.

Los historiadores nos cuentan que un jinete cabalgó a galope suelto de una ciudad a otra, pero no siempre nos dicen cuántas veces relinchó el caballo por el camino o en qué momento el cielo se encapotó y la lluvia mojó las capas de los viajeros. Gonzalo España nos propone un ejercicio interesante: abandonar por momentos la panorámica y detenernos en los detalles del cuadro. En este libro, 111 historias claves de la Independencia, nos asoma a los hechos de hace doscientos años, pero no para ver la tempestad general, los movimientos masivos de los ejércitos, sino para vigilar o descubrir detalles de la historia.

Nos brinda una idea más clara de cómo la insurrección estaba en el clima de la época, saber que por lo menos diez de los maestros de Francisco de Paula Santander fueron fusilados por rebeldía, o descubrir que en aquel tiempo había por todas partes una vasta fiebre de tertulias que lo discutían todo. De tal modo soplaban vientos nuevos, que un prelado de Quito, el obispo José Pérez de Calama, fervoroso de la libertad y de la necesidad de cambiar las costumbres, llegó a proponer que se abrieran las puertas de las universidades para que pudiera asistir a ellas todo el mundo. No me parece una mala idea para estos tiempos nuestros, en los que no se sabe qué es más asombroso, si la cantidad de universidades que existen o la dificultad para acceder a ellas.

No sólo las ideas francesas circulaban por todas partes, también una nueva sensibilidad llegaba a través de los sueños y los versos. A mí me ha conmovido descubrir en estas páginas, en un rincón de una tertulia santafereña, a José María Salazar traduciendo los versos de Boileau. Quise soñar enseguida que el verso que estaba traduciendo en el momento en que lo imaginé era ese que le gustaba tanto a Borges, y que describe como ningún otro la perplejidad del paso del tiempo: Ce moment ou je parle est deja loin de moi (Este instante en que hablo ya está lejos de mí).

El autor cuenta a veces cosas cargadas de ironía. A un cura que se había hecho rebelde, y que había cometido muchos crímenes, se le prohibió un día que administrara la eucaristía porque tenía las manos manchadas de sangre. Para poder continuar con sus funciones sagradas, tomó la decisión en adelante de no degollar a los prisioneros sino de ordenar que los arrojaran al río con las manos atadas. Eso sí que es respeto por las ceremonias.

¿Y quién sabía que una de las causas de que se emprendieran bajo decreto real las Expediciones Botánicas en nuestra América fue el hallazgo inexplicable de los huesos de un gigante? Eran, en realidad, aunque ellos no podían saberlo, los restos de un Megatherium americanum, pero el interés por encontrar gigantes, que había sido fiebre del XVI, renació así en pleno siglo XVIII y retornó al continente la búsqueda de prodigios. Pero lo que encontraron finalmente esas expediciones fue otra cosa gigante: las ideas ilustradas que engendraron la revolución.

Una revolución que no siempre se preparaba en grandes hechos visibles, que a veces se agazapaba en pequeños documentos, como esa carta ardiente y solitaria del peruano Juan Pablo Viscardo de Guzmán, escrita hacia 1780, que después se llamó “El discurso de la usurpación”, y que influyó de un modo también solitario sobre otro documento, “La carta de un americano a un español”, del mexicano Servando Teresa de Mier. Ésta cayó en manos de Bolívar, y fue uno de los documentos inspiradores de la “Carta de Jamaica”. Tienen razón los gendarmes en desconfiar de los papeles; y esto me hace recordar al poeta Henrich Heine, quien al cruzar la frontera entre Francia y Alemania se burlaba de los soldados que requisaron su equipaje buscando armas. “Qué tontos, se dijo, las armas más peligrosas yo las llevaba en la cabeza”.

Sabíamos que Miranda tuvo en su abrazo a Catalina de Rusia, pero ignorábamos que los colores de la bandera rusa, que a veces en las fotografías desvanecidas confundimos con la bandera colombiana, pudieron influir a la hora en que Miranda diseñó nuestra bandera. El libro abunda en detalles interesantes y esclarecedores. Hay momentos tremendos que por sí solos ayudan a entender la indignación que produjo la dominación española y el odio que iba incubando en los patriotas: ver, por ejemplo, las cabezas de Hidalgo y sus rebeldes, exhibidas en jaulas, por años, sobre las cabezas de la multitud.

Todos sabemos que Bolívar se salvó por azar en Jamaica de ser asesinado por su esclavo Pío, que lo había acompañado diez años y un día resolvió asesinarlo. Unos le atribuyen su salvación a una tempestad que se abatió aquel día sobre Kingston; García Márquez sostiene que fue la bella Miranda Lindsay quien salvó a Bolívar gracias a una estratagema tentadora y callada; Gonzalo España sugiere aquí que fue el amor ardiente y activo de Julia Cobier lo que impidió que Bolívar llegara a la hamaca fatal. La polémica sigue viva.

Quiero destacar finalmente una historia notable. Un barco portugués se quedó sin munición en un combate con piratas: El capitán ordenó que se cargaran los cañones con las monedas de oro que llevaban en los cofres, y ráfagas de monedas de oro derrotaron al enemigo. No bastó ese combate para la memoria y el desenlace es aún más vistoso: el médico del barco tuvo que trabajar semanas enteras extrayendo las monedas de los cuerpos de los muertos y de los maderos acribillados de la cubierta.

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