El Espectador (Colombia)
Por: Glenda Martínez Osorio
Como homenaje al legado médico de esta familia, reproducimos un
artículo de La Revista de El Espectador, del 7 de octubre de 2001.
El día que llegó a vivir al país, lo único que José Ignacio Barraquer trajo consigo fue su fama, que consiguió primero en España, donde empezó su carrera de oftalmólogo, y que luego se extendió por todo el mundo.
Decían que en el quirófano el movimiento de sus manos era imperceptible. Decían también que estaba un poco loco por creer que un ojo miope era un ojo enfermo. Pero a todas sus teorías las respaldaban el éxito de sus cirugías de extracción de cataratas y de corrección de defectos de astigmatismo, miopía e hipermetropía, defectos de refracción. Y así aterrizó en Bogotá, a principios de los 50, con su fama a cuestas, 37 años cumplidos, el reconocimiento mundial y el propósito de hacer propia escuela lejos de Barcelona, donde trabajaba en la clínica que su padre, Ignacio Barraquer y Barraquer, había fundado en 1939.
Ninguna relación había entre la Calle Muntaner, esquina con La Forja en Barcelona, donde estaba la clínica familiar, con la Bogotá de la época, de 800 mil habitantes y más baldíos que casas construidas. Pero eso nunca fue un problema para él, acostumbrado a una gran ciudad, pero sí para la comunidad de oftalmólogos colombianos, que hasta entonces había vivido encerrada y casi marginada de lo que sucedía en el resto del mundo.
No vieron con buenos ojos que un catalán de fama mundial llegara a revolucionar su especialidad con nuevas teorías. Empezó el calvario del doctor Barraquer, que en poco tiempo se había convertido en el oftalmólogo más reconocido de la ciudad. Hizo los primeros trasplantes de córnea en los 50, cuando operar un ojo en Colombia era más que una proeza y los médicos nunca garantizaban los resultados, pero el 97 por ciento de las cirugías que él hacía eran exitosas.
Lo acusaron entonces de ejercer la profesión sin haber terminado los estudios, en un consultorio al lado de un amigo suyo. La Sociedad Colombiana de Oftalmología le negó la entrada y empezaron a construirse historias alrededor suyo y de su familia de cuatro hijos que acababa de llegar de Barcelona. En actos públicos lo acusaron de ser un improvisador y en las reuniones de oftalmólogos —la mayoría eran otorrinos— se dijo que sus técnicas no eran efectivas.
Mientras sus colegas médicos le cerraban las puertas, otra cosa sucedía en el consultorio que el doctor Barraquer había instalado en un piso del Hotel Continental en la Avenida Jiménez con carrera 4. Los pacientes llegaban a todas horas. Atendía más de 80 consultas al día, de gente que venía a que le viera los ojos por los motivos más disímiles. Venían a operarse de cataratas, o con complicaciones que requerían trasplantes de córneas. Ambas cirugías no muy practicadas entonces en Colombia porque generaban grandes riesgos y traumatismos en el paciente. Pero él, con sus métodos e instrumental quirúrgico que había diseñado, logró efectividad. Un concepto poco conocido en el país hasta entonces.
Llegaron pacientes de los Llanos, de las costas, de la Amazonia y también de Venezuela, Ecuador, Brasil y Perú, para ser operados por el doctor Barraquer, quien había hecho fama y ganado reconocimiento en el mundo por ser el primero que se le midió a corregir la miopía, el astigmatismo y la hipermetropía con bisturí.
Con tantos pacientes para atender, el piso del Hotel Continental se volvió pequeño para el doctor Barraquer. Alquiló un consultorio en la Clínica Marly, pero el torno para tallar las córneas y el laboratorio seguían en su casa, donde crecieron, entre aparato clínicos y conejillos de Indias, sus cinco hijos: Ignacio, Margarita, Francisco, Carmen y José Ignacio, los tres últimos oftalmólogos igual que él. Los encargados de seguir con la tradición, después de que el 13 de febrero de 1998 el doctor José Ignacio Barraquer murió de una hemorragia cerebral mientras diseñaba un programa informático para operar por computador.
La primera vez que Carmen Barraquer estuvo en una sala de cirugía tenía 14 años y ya sabía pasar los puntos de la seda quirúrgica para cerrar las suturas que su padre hacía. Estaba en la edad pero no jugaba con muñecas ni con sus hermanos ni con las amigas, pasaba casi todo el tiempo metida en el laboratorio de su padre, desde que llegaba del colegio.
Se familiarizó desde entonces con el ojo humano y aprendió antes que nada a diferenciar sus partes. Desde entonces supo que era como un apéndice del cerebro y uno de los órganos más especializados del cuerpo. De manera que cuando terminó el bachillerato no dudó en estudiar medicina. Lo hizo en la Universidad Javeriana y luego se especializó en oftalmología en la Escuela Superior de Oftalmología que organizó su padre, en la década de los 70, dentro de la Clínica Barraquer.
La misma clínica que él fundó en 1968 y que fue la primera de Colombia y la mejor de Latinoamérica, y a la que llegaban pacientes de todas partes del mundo que querían ser examinados por el doctor Barraquer. Así llegó, desde Venezuela, un niño de un año de edad que tenía cataratas congénitas en ambos ojos, es decir, tenía opaco el cristalino y eso impedía la entrada de la luz. El niño estaba prácticamente ciego. Con su método el doctor Barraquer extrajo las cataratas y el niño recuperó su visión en el 70 por ciento.
En busca de José Ignacio Barraquer o alguno de sus alumnos, como el doctor Zoilo Cuéllar, llegó gente de los lugares más insospechados a consultar por todo tipo de enfermedades y defectos. Muchos encontraban solución a su ceguera o sus defectos de visión en el quirófano y otros en cambio debían irse resignados a que jamás podrían recuperar la visión.
Poco a poco la zona cercana a la clínica, que en principio estuvo desolada, se convirtió en uno de los centros hoteleros de la ciudad. Las casas aledañas a la clínica empezaron a alquilar cuartos a los futuros pacientes del doctor Barraquer y después, el préstamo de habitaciones se convirtió en todo un negocio.
El día que llegó a vivir al país, lo único que José Ignacio Barraquer trajo consigo fue su fama, que consiguió primero en España, donde empezó su carrera de oftalmólogo, y que luego se extendió por todo el mundo.
Decían que en el quirófano el movimiento de sus manos era imperceptible. Decían también que estaba un poco loco por creer que un ojo miope era un ojo enfermo. Pero a todas sus teorías las respaldaban el éxito de sus cirugías de extracción de cataratas y de corrección de defectos de astigmatismo, miopía e hipermetropía, defectos de refracción. Y así aterrizó en Bogotá, a principios de los 50, con su fama a cuestas, 37 años cumplidos, el reconocimiento mundial y el propósito de hacer propia escuela lejos de Barcelona, donde trabajaba en la clínica que su padre, Ignacio Barraquer y Barraquer, había fundado en 1939.
Ninguna relación había entre la Calle Muntaner, esquina con La Forja en Barcelona, donde estaba la clínica familiar, con la Bogotá de la época, de 800 mil habitantes y más baldíos que casas construidas. Pero eso nunca fue un problema para él, acostumbrado a una gran ciudad, pero sí para la comunidad de oftalmólogos colombianos, que hasta entonces había vivido encerrada y casi marginada de lo que sucedía en el resto del mundo.
No vieron con buenos ojos que un catalán de fama mundial llegara a revolucionar su especialidad con nuevas teorías. Empezó el calvario del doctor Barraquer, que en poco tiempo se había convertido en el oftalmólogo más reconocido de la ciudad. Hizo los primeros trasplantes de córnea en los 50, cuando operar un ojo en Colombia era más que una proeza y los médicos nunca garantizaban los resultados, pero el 97 por ciento de las cirugías que él hacía eran exitosas.
Lo acusaron entonces de ejercer la profesión sin haber terminado los estudios, en un consultorio al lado de un amigo suyo. La Sociedad Colombiana de Oftalmología le negó la entrada y empezaron a construirse historias alrededor suyo y de su familia de cuatro hijos que acababa de llegar de Barcelona. En actos públicos lo acusaron de ser un improvisador y en las reuniones de oftalmólogos —la mayoría eran otorrinos— se dijo que sus técnicas no eran efectivas.
Mientras sus colegas médicos le cerraban las puertas, otra cosa sucedía en el consultorio que el doctor Barraquer había instalado en un piso del Hotel Continental en la Avenida Jiménez con carrera 4. Los pacientes llegaban a todas horas. Atendía más de 80 consultas al día, de gente que venía a que le viera los ojos por los motivos más disímiles. Venían a operarse de cataratas, o con complicaciones que requerían trasplantes de córneas. Ambas cirugías no muy practicadas entonces en Colombia porque generaban grandes riesgos y traumatismos en el paciente. Pero él, con sus métodos e instrumental quirúrgico que había diseñado, logró efectividad. Un concepto poco conocido en el país hasta entonces.
Llegaron pacientes de los Llanos, de las costas, de la Amazonia y también de Venezuela, Ecuador, Brasil y Perú, para ser operados por el doctor Barraquer, quien había hecho fama y ganado reconocimiento en el mundo por ser el primero que se le midió a corregir la miopía, el astigmatismo y la hipermetropía con bisturí.
Con tantos pacientes para atender, el piso del Hotel Continental se volvió pequeño para el doctor Barraquer. Alquiló un consultorio en la Clínica Marly, pero el torno para tallar las córneas y el laboratorio seguían en su casa, donde crecieron, entre aparato clínicos y conejillos de Indias, sus cinco hijos: Ignacio, Margarita, Francisco, Carmen y José Ignacio, los tres últimos oftalmólogos igual que él. Los encargados de seguir con la tradición, después de que el 13 de febrero de 1998 el doctor José Ignacio Barraquer murió de una hemorragia cerebral mientras diseñaba un programa informático para operar por computador.
La primera vez que Carmen Barraquer estuvo en una sala de cirugía tenía 14 años y ya sabía pasar los puntos de la seda quirúrgica para cerrar las suturas que su padre hacía. Estaba en la edad pero no jugaba con muñecas ni con sus hermanos ni con las amigas, pasaba casi todo el tiempo metida en el laboratorio de su padre, desde que llegaba del colegio.
Se familiarizó desde entonces con el ojo humano y aprendió antes que nada a diferenciar sus partes. Desde entonces supo que era como un apéndice del cerebro y uno de los órganos más especializados del cuerpo. De manera que cuando terminó el bachillerato no dudó en estudiar medicina. Lo hizo en la Universidad Javeriana y luego se especializó en oftalmología en la Escuela Superior de Oftalmología que organizó su padre, en la década de los 70, dentro de la Clínica Barraquer.
La misma clínica que él fundó en 1968 y que fue la primera de Colombia y la mejor de Latinoamérica, y a la que llegaban pacientes de todas partes del mundo que querían ser examinados por el doctor Barraquer. Así llegó, desde Venezuela, un niño de un año de edad que tenía cataratas congénitas en ambos ojos, es decir, tenía opaco el cristalino y eso impedía la entrada de la luz. El niño estaba prácticamente ciego. Con su método el doctor Barraquer extrajo las cataratas y el niño recuperó su visión en el 70 por ciento.
En busca de José Ignacio Barraquer o alguno de sus alumnos, como el doctor Zoilo Cuéllar, llegó gente de los lugares más insospechados a consultar por todo tipo de enfermedades y defectos. Muchos encontraban solución a su ceguera o sus defectos de visión en el quirófano y otros en cambio debían irse resignados a que jamás podrían recuperar la visión.
Poco a poco la zona cercana a la clínica, que en principio estuvo desolada, se convirtió en uno de los centros hoteleros de la ciudad. Las casas aledañas a la clínica empezaron a alquilar cuartos a los futuros pacientes del doctor Barraquer y después, el préstamo de habitaciones se convirtió en todo un negocio.
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