Jordi Soler
EL País
9 de junio de 2014
La llegada de los republicanos exiliados hace ahora 75 años dio a México una riqueza que se conserva hasta nuestros días.
Hace 75 años, en febrero de 1939, medio millón de republicanos españoles cruzaban la frontera francesa, para ponerse a salvo de la represión del ejército franquista. Los republicanos huían como podían, por el puesto fronterizo de Port Bou o la Junquera, pero también trepando por el Pirineo, con la nieve hasta las rodillas y refugiándose de las ventiscas, en una cueva o detrás de una piedra, en aquel febrero de frío atroz. Los republicanos que se refugiaban en Francia eran inmediatamente encerrados en campos de concentración. El más grande y emblemático de aquellos campos, Argeles-sur-mer, era una playa de varios kilómetros de longitud, delimitada por alambre de espino y rigurosamente vigilada por soldados argelinos del ejército colonial francés. Ahí, sobre la arena de esa playa, a la intemperie, con una temperatura que en las noches bajaba hasta -14 grados centígrados, vivieron, durante meses, más de cien mil españoles, una tribu de desgraciados, que se habían quedado sin país, y que vivían y dormían sobre la arena, no había barracas, no había médicos, no había comida, no había ni madera para hacer fuego, así que los republicanos, para no morir de frio en la noche, excavaban en la arena un agujero en el que se metían y comisionaban a un compañero para que los despertara cada quince minutos y así evitara que murieran congelados, sin darse cuenta, mientras dormían.Conozco esta historia muy bien, porque es el tema de tres de mis novelas, y de incontables artículos de periódico, pero sobre todo la conozco porque en ese campo estuvo prisionero mi abuelo que, igual que los cientos de miles de republicanos que habían huido a Francia, eran víctimas del clamoroso silencio, y de la vergonzosa pasividad, que observaron entonces todas las democracias de Occidente. Que mi abuelo haya sido prisionero en Argelés-sur-mer, me convierte a mí, de cierta manera, en nieto de ese campo de concentración, de esa historia y de ese exilio que se llevó a mi abuelo, y a mi madre a México, al pueblo de Veracruz donde nací, como un niño mexicano cuya familia venía de España.
En el año de 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, todas las democracias del mundo se hacían de la vista gorda, para no condenar el golpe de Estado de Franco, ni la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil Española. El silencio y la pasividad de aquellos gobiernos, frente al golpe de Estado contra la república legítimamente constituida fue, y sigue siendo, una vergüenza. Sólo un país, uno solo entre todos los países, defendió entonces, contra viento y marea, al gobierno de la República española: ese país, el único entre todos los países, fue México. El presidente Lázaro Cárdenas, a través de su embajador en Ginebra, Isidro Fabela, dijo, ante el pasmo de todos los demás, sentencias como esta: “El gobierno mexicano no reconoce, ni puede reconocer, otro representante legal del Estado español que el gobierno republicano”; el resto guardó silencio con tanta disciplina que, unos años más tarde, el gobierno golpista español conseguiría un asiento en la ONU, el organismo en que se convirtió la Sociedad de Naciones, como si se tratara de un gobierno normal, legítimamente elegido por el pueblo.
Lázaro Cárdenas sostenía que las personas que, por cualquier razón, tenían que abandonar su país, debían ser recibidas por otro; esto le parecía un principio de elemental humanidad y guiado por este ofreció asilo a miles de inmigrantes, entre ellos, a miles de españoles que no sólo habían perdido la guerra, también su país, su casa, su familia y sus libros, todos esos elementos que nos hacen personas. Ante el fracaso de su embajador Fabela, cuyos esfuerzos por defender el gobierno legítimo de Manuel Azaña fueron premiados con un sonoro silencio, Cárdenas abrió las puertas de México, a cualquier inmigrante español, con profesión o sin ella, sin más trámite que la necesidad, o el deseo, de rehacer su vida y labrarse un porvenir en aquel lejano país de ultramar.
De la larga historia que tenemos en común mexicanos y españoles, este es mi episodio predilecto, el de la diplomacia mexicana, sola contra el mundo, rescatando a esa tribu de españoles en desgracia que penaban por los campos de concentración franceses.
La llegada de aquellos republicanos, hace exactamente setenta y cinco años, un grupo variopinto en el que había maestros, médicos, políticos de la república, soldados sin más, empresarios arruinados y escritores, dio a México una riqueza que se conserva hasta nuestros días. En un impecable, y conmovedor, quid pro quo, los refugiados españoles, que eran por cierto lo mejor de España, llevaron a México su cultura, su energía, su visión particular del mundo y su forma de ser.
Este episodio, de armonía y sincronía entre los dos países, es la zona feliz de nuestra historia común, que ha tenido también momentos oscuros, ríspidos. El ensayista mexicano Alfonso Reyes que fue, entre otros destinos diplomáticos, embajador de México en España decía, refiriéndose a la evidente e insoslayable relación que hay entre los dos países, que quién no conoce México, no conoce bien España, y viceversa. Se refería a la forma en que España, durante quinientos años, ha ido diseminándose y creciendo del otro lado del mar, sin dejar de ser ella misma pero, simultáneamente, reconvertida en otros países.
Los emigrantes españoles, desde el primer conquistador hasta el último gachupín o refugiado, primero a la fuerza y luego en sociedad con los habitantes de aquellas tierras, fueron conformando ese territorio enorme, rico y fecundo que es Latinoamérica. España puso ahí su lengua, su religión y una forma particular, y única, de encarar la vida que se sigue conservando hasta hoy.
Gracias a sus emigrantes, España creció y se multiplicó en aquel continente, y hoy su lengua, el español, tiene una importancia capital en el mundo y una capacidad de expansión, y una influencia, que la hacen cada día más importante.
Aunque las afinidades entre los dos países son muy evidentes, también es verdad que hay todavía mucho por hacer para terminar con una serie de prejuicios y estereotipos que hay en México de los españoles, y en España de los mexicanos y que yo, por ser hijo de española y mexicano, experimento permanentemente en toda su magnitud.
Quiero decir que la relación entre México y España no puede darse por hecha, hay que ir más allá de los negocios y las inversiones que hacen las grandes compañías de los dos países, hay que ir más allá de los artistas y de sus obras que viajan de un lado a otro con gran naturalidad, porque todos ellos ya dialogan y proyectan, cada quien desde su campo, ese territorio común, en el que se habla la misma lengua y se comparte esa visión solar del mundo y de la vida; hay que ir más allá de los interlocutores habituales, más allá de Luis Cernuda, de Octavio Paz, de Luis Buñuel, de Carlos Fuentes y de Juan Marsé, de Julieta Venegas y de Enrique Búnbury, de Plácido Domingo y de Rolando Villazón, de Alejandro Amenábar y de Alfonso Cuarón. Hay que ir más allá de todos ellos, como digo, hay que hacer todavía mucha diplomacia y mucha pedagogía para conseguir que España sea el primer aliado de México y que esto lo sepan, y lo entiendan y lo sientan, no solo los empresarios, los políticos y los artistas, sino toda la gente, que los mexicanos sientan a España como suya y los españoles sepan que tienen su casa del otro lado del mar.
Jordi Soler es escritor.
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