Dominicano de L’Hospitalet. Dominicano del centro. Dominicano de Badal. Así se definen, primero del lugar de donde los trajeron sus padres cuando tenían 9, 10 y 11 años y luego, de donde han vivido casi la mitad de su vida.
Los domingos por la tarde se reúnen en la playa de Nova Icària, de Barcelona. ¿Por qué? «Costumbre», responden ellos. Lo cierto es que Nova Icària no tiene un malecón caribeño, pero sí un espigón que en las tardes dominicales se convierte en una República Dominicana de mentirijilla: familias muy jóvenes, adolescentes musculosos, raperos.
Chicos y chicas que son de aquí, pero también de allá, y que se encuentran para hacer lo mismo que harían si estuvieran en el país de sus padres, República Dominicana, y que ellos, a pesar de la distancia y de que han crecido en Catalunya, siguen considerando el suyo.
En el espigón, ellos mismos así lo advierten, está «todo» Santo Domingo. Algunos se bañan; otros solo controlan el territorio desde la grada, algunos beben Johnny Walker, muchos comen y los más coquetean a lo caribeño. «Mami-papi-Papi-mami». Cuentan que ya no hay ni música ni baile porque la ordenanza lo prohíbe, pero siempre hay alguien que se arranca con un rap improvisado. Fuera estereotipos: ni del reguetón ni de la bachata aquí no hay rastro y lo que se escucha es salsa de discoteca y, más que nada, un rap –made in L’Hospitalet–que habla del barrio; de la raza; de la dureza de ser de aquí y de allá, y de ese tener que encajar porque la necesidad obliga.
La canción Fight the power, de Public Enemy, mezclada con versos dominicanos, se escucha desde un loro camuflado en algún lugar del espigón. La presencia de estos 70 muchachos ha convertido este trozo de playa en una pequeña Barahona (el paraíso caribeño donde Óscar, el protagonista de La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, pierde la virginidad).
Banda sonora
38 grados en Barcelona y la temperatura subiendo. Si hubiera un locutor de radio que los convocara diría: «Panas [amigos] de todos los barrios de Barcelona, la fiesta es a partir de las 17.00 horas en la playa. Ya saben dónde». Léanlo con voz grave y con la rapera Mary J. Blige o con Marc Anthony como banda sonora.
Los turistas quemados por el sol observan el territorio conquistado. Las risas, la presencia de reyes y reinas atléticos y los gritos hacen que sea imposible que pasen desapercibidos. «Hace ya años que venimos aquí. Somos de todos los barrios y acá nos encontramos. Todos somos dominicanos», explica Rubén, sentado junto a un muchacho que dice llamarse Radar. Los dos vigilan las cosas de sus «señoras». Rubén no pasa los 22 y su esposa tiene 19. Viven en L’Hospitalet y ella es venezolana. En ambas espaldas llevan tatuado el nombre de su hija. Radar andará también por los 20 y pocos y su chica es catalana y espera un niño.
Las dos chicas avanzan, a paso lento, desde la orilla del mar hacia el espigón. Hasta que ellas están junto a sus hombres, los chicos no acceden a dar un paseo por ese Santo Domingo de Barcelona.
Rubén se levanta, camina entre corrillos de cuerpos sentados y la gente lo saluda. Frente a un grupo de jóvenes que visten vaqueros, gorras, camisetas anchas y zapatillas de deportes se detiene. Son los componentes de varios grupos raperos de L’Hospitalet: El Inocente, Purina Record, Demencia Record. El Inocente no se corta e improvisa un rap en estilo libre. «Estamos en la playa de Barcelona, estamos los dominicanos...». Sus amigos se ríen. Ninguno tiene intención de remojar ni los pies en el agua.
El espigón se ha llenado a partir de media tarde. «Nosotros no necesitamos mucho sol», dice El Inocente. «Somos una mezcla de aquí y de allá, lo mejor de aquí y de allá».
Nati, una chica de 27 años, pasa luciendo biquini y moviendo cadera. Lo hace callar en el acto. Se ríe de El Inocente, lo repasa de arriba a abajo y empieza a jugar con un rosario que cuelga de su cuello. Como el personaje de Rosie Pérez, en Haz lo que debas, de Spike Lee, le perdona la vida con la mirada. La mirada, eso sí, es imaginaria: ella se oculta tras unas gafas de sol enormes.
Un chico de otro grupo rap sigue la canción de El Inocente. «No somos un gueto», recitan. Uno de los raperos se detiene en la palabra y quiere dejar claro «a la prensa» que, aunque Santo Domingo está presente en vida y espíritu en el espigón, aquí hay gente de todos lados. Parejas mixtas; amigos que han venido con ellos.
La «fight» (batalla) de rimas se pierde entre los gritos que se escuchan desde la arena. Un corrillo anima a dos chicos a empezar otra batalla: esta de lucha libre. Un chico aplasta a otro con todo su cuerpo. Gana y corre hacia el agua. Dos chicas mulatas entran en escena. «Mami, mami», corea el público. Ellas se retan. Una grita el nombre de su barrio: «Badal», y el público se divide. Es la primera vez que la segunda tierra –la catalana– gana protagonismo a la primera. Vence la chica de Nous Barris.
La playa en esta zona es un hervidero de vida. Pocas toallas, muchas idas y venidas. Vaqueros, biquinis, colguijos de santos dominicanos. Algunos irán a «la isla» este año. Otros llevan más de cinco sin visitarla y solo guardan recuerdos difusos. Saben más por lo que les han contado que por lo vivido. Un chico que no da su nombre lo tiene claro: «Cuando llegamos allí, somos los reyes. Buena ropa, coche, mujeres».Aquí, trabaja en un supermercado.
A las 20.00 horas, el espigón empieza a vaciarse. Hacia la 22.00 horas es solo un trozo de cemento al que Bcneta tendrá que lavar la cara. En el metro sigue la juerga.
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