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El bicentenario y la tradición republicana

Especial Bicentenario
Hora 25 global
Rafael Rojas. Historiador y escritor


América Latina llega a dos siglos de su independencia cuando se cumplen 20 años de la caída del Muro de Berlín y del reacomodo de la región a los patrones geopolíticos de la postguerra fría. El bicentenario coincide, además, con el agotamiento de las políticas económicas y sociales, asociadas a la ortodoxia "neoliberal" de los 90, y con el afianzamiento de procesos democráticos que han permitido el acceso al gobierno de importantes partidos, líderes y movimientos de una izquierda postcomunista. Para completar el nuevo escenario, en Estados Unidos se inicia una presidencia decidida a abandonar los últimos vestigios macarthystas de su diplomacia regional.


Es inevitable pensar el bicentenario desde el presente latinoamericano, pero también puede ser engañoso subordinar nuestra percepción de la independencia a la coyuntura actual. Mientras más respetemos la especificidad de aquel proceso político de hace 200 años mayores enseñanzas derivaremos del mismo y mayores similitudes le encontraremos con la América Latina del naciente siglo XXI. Hay más de una semejanza entre una región donde no existían naciones ni Estados, liberalismos ni conservadurismos, nacionalismos ni socialismos, y una región que parece de vuelta de las ideologías predominantes de los dos últimos siglos.


Para los fundadores de las primeras repúblicas hispanoamericanas el gran dilema era construir ciudadanías -que, a partir de la dotación de los mismos derechos civiles y políticos, ellos imaginaron homogéneas- en comunidades caracterizadas por una profunda diferenciación económica, jurídica, étnica, religiosa, lingüística, regional, cultural y política. La mayoría de los letrados y caudillos que intervinieron en el diseño constitucional de los nuevos Estados -Simón Bolívar, Andrés Bello, Fray Servando Teresa de Mier, Lucas Alamán, Lorenzo de Zavala, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo de Vidaurre, Félix Varela...- veía como un obstáculo la heterogeneidad social de sus respectivos países.

Sin embargo, por actuar en décadas (1810-1840) en las que la polarización entre liberalismo y conservadurismo aún no se manifestaba plenamente, para aquellos primeros republicanos no era importante atacar o defender las propiedades comunales o eclesiásticas, eliminar o preservar el fuero militar, ampliar o limitar el rol de la Iglesia en la educación y en el derecho. Aunque la mayoría de ellos compartía la plataforma doctrinaria del liberalismo gaditano, la ausencia de una querella liberal-conservadora los volvía, acaso indeliberadamente, más flexibles desde un punto de vista comunitario, acercándolos a quienes vivimos en las sociedades multiculturales de hoy.


Las disputas entre centralismo y federalismo no tenían, para aquellos republicanos, las connotaciones que luego tendrán para liberales y conservadores. Los federalistas mexicanos, por ejemplo, no veían en ese régimen la amenaza de una pérdida de soberanía, en los Estados del Norte, ante la expansión territorial de Estados Unidos. Entonces Washington era visto como un aliado, no como un enemigo -connotación que se afianzaría a partir de la guerra con México, entre 1847 y 1848, y la difusión de la doctrina del "destino manifiesto". De ahí que algunos federalistas como Zavala y Rocafuerte pensaran que la autonomía regional, en vez de debilitar, fortalecería la integración territorial de los nuevos Estados.

Los primeros republicanos de Hispanoamérica no eran nacionalistas, pero tampoco eran demócratas: algunos estaban a favor de la tolerancia religiosa, otros no. Cuando Mier o Rocafuerte, Zavala o Vidaurre hablan de democracia lo hacen en un sentido muy parecido al de Tocqueville y otros liberales de la primera mitad del siglo XIX: democracia es, para ellos, sinónimo de igualdad, y, por tanto, de amenaza al equilibrio social. Bolívar, como es sabido, compartía aquellos escrúpulos e ideó fórmulas constitucionales como el "senado hereditario" o la "cámara de censores" para, en sus palabras, "atemperar la democracia con instituciones aristocráticas".


Atribuir a Bolívar una "concepción democrática revolucionaria", "antiburguesa" o "anticapitalista", como hizo el presidente Hugo Chávez en su discurso de toma de posesión, el 10 de enero de 2007, es, cuando menos, una burla a dos siglos de estudios bolivarianos en Iberoamérica. Ese Bolívar protomarxista no sólo es cuestionable desde las conocidas ideas de Marx sobre Bolívar, sino desde los propios textos políticos y constitucionales del Libertador. Con el Bolívar de Chávez sucede como con el Martí de Fidel Castro: dos estadistas republicanos del siglo XIX que terminan siendo desconectados de su propia tradición e incrustados en las izquierdas marxistas del siglo XX.


Muchas de las fórmulas autoritarias que ideó Bolívar, incluida la "presidencia vitalicia", que tomó de la Constitución haitiana, estaban inspiradas en la certeza de que sociedades como las hispanoamericanas, moldeadas por tres siglos de régimen colonial, corporativo, esclavista y estamental, no podían constituir, de la noche a la mañana, ciudadanías modernas. Pero Bolívar otorgó a ese diagnóstico, típicamente ilustrado, un acento republicano que tenía como finalidad la creación de comunidades virtuosas por medio de la educación cívica y de una gradual igualación de derechos y deberes.

El propio Bolívar no ignoraba que instituciones como la "presidencia vitalicia" minaban las bases de una república. En su Discurso de Angostura (1819), dijo que "la continuación de un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos... Un justo celo es la garantía de la libertad republicana y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado que los ha mandado mucho tiempo los mande perpetuamente". Cuando, siete años después, Bolívar diseña la Constitución de Bolivia como modelo hispanoamericano, la mayoría de los letrados bolivarianos (Mier y Rocafuerte, Vidaurre y Zavala, Bello y Heredia) se le oponen.

Para aquellos fundadores de la Hispanoamérica moderna el arquetipo del estadista republicano era George Washington, quien en 1796, a punto de cumplir su segundo mandato presidencial, declinó postularse a una segunda reelección y se retiró a la vida privada en Mount Vernon. Desde 1808 esos pensadores comenzaron a contraponer la figura de Washington a la de Napoleón, a quien vieron como una encarnación moderna del cesarismo que había malogrado la república romana. A partir de 1826, Bolívar comenzó a ser visto, también, como un nuevo César. Benjamin Constant resumiría ese desencanto hacia la figura del Libertador en un discurso ante el Parlamento francés: "No, la dictadura nunca es un bien; la dictadura nunca es lícita. Nadie está lo suficientemente por encima de su país y de su tiempo para tener derecho a desheredar a sus ciudadanos".


Si hace 200 años, los fundadores de Hispanoamérica imaginaron repúblicas sin democracia, hoy, en América Latina, parecen construirse democracias sin república. Las reformas de los 90 redujeron los Estados al mínimo y limitaron la capacidad de constituir ciudadanías plurales, participativas e incluyentes por medio de la educación, el laicismo y la cultura. El ascenso del autoritarismo de izquierda en la última década, desplazó el péndulo al otro extremo: reelección indefinida, control de la sociedad civil y los medios de comunicación, capitalismo de Estado, caudillismo. A 20 años de la caída del muro de Berlín, todos los países latinoamericanos, menos Cuba, son democráticos, pero la democracia vive amenazada por la crisis de los valores republicanos que decidieron la ruptura con la monarquía absoluta.

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