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Los mejores doscientos años

A punto de cumplirse doscientos años del inicio del proceso que culminaría con la liquidación del imperio español en América, la Revista de Occidente dedica su número de octubre de 2009 al análisis de las revoluciones de independencia que el continente vivió a partir de 1810, los factores que las desencadenaron y los regímenes políticos que de ellas surgieron, así como los cambios en la relación con la antigua metrópolis que pone de manifiesto la historia de este tipo de conmemoraciones. Coordinado por Manuel Lucena Giraldo, el monográfico cuenta con colaboraciones de Gabriel Paquette, Iván Jaksic y Eduardo Posada Carbó, Salvador Bernabéu Albert y el propio Lucena Giraldo. Como complemento, José Antonio Ory ofrece algunas enjundiosas reflexiones sobre el papel que la América hispana desempeña en el imaginario de los españoles, y viceversa, alertando sobre las visiones distorsionadas y malentendidos que se dan por ambas partes.

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Europa sola no es Occidente, pero tampoco lo es América. Ambos continentes se sitúan en los extremos del mundo atlántico y juntos, no separados, han conformado la historia occidental, la única capaz hasta ahora de producir sociedades abiertas y de alumbrar una moderna experiencia de libertad. Semejante hallazgo ha sido objeto de una explicable patrimonialización por parte de diferentes nacionalismos europeos y americanos, pero lo que resalta en nuestros días es la globalización de elementos vinculados a ella, como los derechos humanos, la democracia o la libre empresa. No es una casualidad que los tiranos que niegan estas conquistas a sus gobernados en el llamado «Tercer Mundo» sean con frecuencia también antioccidentales, o acudan al «tiempo colonial» cuando buscan un chivo expiatorio para justificar su despotismo, pillaje y corrupción.

El reconocimiento de la moderna libertad como un hallazgo occidental transformado en global no puede esconder que surgió de un espacio y un tiempo concretos. Fueron sociedades, grupos e individuos con nombres y apellidos quienes decidieron explorar por distintos motivos nuevas formas de organización de la convivencia, elaboraron constituciones para fundar comunidades políticas y libraron guerras terribles para defenderlas. Entre el levantamiento de los colonos de los futuros Estados Unidos en 1776 contra el despotismo de un rey británico que quería cobrarles impuestos sin consultarles y la derrota realista en Ayacucho en 1825 que termina con el imperio español en la América continental, las revoluciones atlánticas, sucedidas de manera
simultánea y consecutiva, crearon una civilización distinta, cuya expresión política primordial han sido las naciones de ciudadanos.

La posibilidad de realizar un análisis comparativo y global de la experiencia revolucionaria unida a las independencias americanas es llamativamente reciente. Cuando se celebró en 1976 el bicentenario de la fundación de Estados Unidos el enfrentamiento con la Unión Soviética aún determinaba la conciencia del presente y del pasado, de modo que la tradición del excepcionalismo virtuoso, a diferencia de lo que ha ocurrido en el último decenio, se hizo omnipresente. En la segunda gran revolución atlántica, la francesa, cuyo bicentenario miterrandista se conmemoró en 1989, el revisionismo operó contra los grandes mitos del aún poderoso estalinismo historiográfico, pero no fue más allá. En 2004 los dos siglos de la fundación de Haití, primera república negra del mundo, produjeron investigaciones brillantes, pero la burbuja del aislacionismo tejido hace dos siglos alrededor de ella pareció condenar su recuerdo, valga la expresión, al olvido.

Ahora es el turno para el tercer gran ciclo de las revoluciones atlánticas, en el cual los territorios de la América española y la América portuguesa lograron su independencia. Para entender e interpretar lo que supuso aquella coyuntura, sin duda el papel de la Historia resulta relevante. De la Historia con mayúsculas, no de la confusa por inexistente «memoria histórica», o de la «memoria» a secas tan usada por algunos dirigentes, que determinan una visión ahistórica o antihistórica del pasado, selectiva, sesgada y simplificadora. Un personaje tan poco simpático como el presidente estadounidense Teodoro Roosevelt lo señaló en un discurso con total claridad: «La historia no representa la verdad si en su presentación intervienen elementos exclusivamente emocionales. Exige investigación exhaustiva, paciente, laboriosa, agotadora. El historiador debe poseer una visión limpia y clara y estar basado en un completo conocimiento de los hechos y de su interrelación». La investigación historiográfica de las últimas décadas en torno a las emancipaciones americanas ha sido brillante y permite recuperar algo de la complejidad de los acontecimientos de hace dos siglos. Como mínimo, constituye una formidable vacuna contra algunas simplificaciones actuales, también antesala de futuros totalitarismos. Los ensayos que se presentan se ocupan de las visiones de la ruptura del imperio español, la razón y las emociones en el proceso emancipador, el destacado papel del liberalismo y la celebración de centenarios. Tras su lectura sólo cabe esperar, ante la magnitud de lo acontecido, que los siguientes 200 años sean todavía mejores.

Manuel Lucena Giraldo

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