Investigamos y promovemos el acercamiento entre las culturas catalana y americanas, dándolas a conocer al público en general.

Relatos múltiples y extravagantes

Por William Ospina
Especial Bicentenario


EN EL BICENTENARIO QUE COMIENza, uno de los temas fundamentales para la literatura es el de qué criterios utilizar a la hora de la revisión y la reconstrucción de la historia.

Desde el comienzo nuestros hechos fueron narrados y argumentados exclusivamente desde una perspectiva europea, y todavía hoy el sistema escolar y el hábito nos cuentan los acontecimientos de la Conquista, la Colonia y la Independencia en el estilo de los salones del siglo XVIII y de los folletines del XIX, con los invariables recursos de Europa.

¿Pero es que existe algún otro? Se preguntarán los lectores. La literatura, las artes plásticas o el cine no son patrimonio particular de ningún pueblo, pero han tenido en Europa y en Norteamérica buena parte de su desarrollo. ¿Podemos jugar a que tenemos no sólo unas historias qué contar, sino recursos especiales y lenguajes originales para hacerlo?

Hace casi dos siglos el poeta José Joaquín Olmedo escribió su célebre Canto a la batalla de Junín. En él celebraba la hazaña heroica de aquella carga de lanceros peruanos y colombianos que, según es fama, bajo el mando del coronel Isidoro Suárez y bajo la estrella de Bolívar, decidió una de las batallas decisivas de nuestra Independencia. El poema figuró por años en nuestros libros de texto: “¿Quién es aquel que el paso lento mueve sobre el collado que a Junín domina?...”

Se sabe que Bolívar le escribió al poeta una carta en la que deploraba el lenguaje del poema, su inspiración homérica y virgiliana, su incapacidad de ver los hechos nuevos de la historia y su incapacidad de encontrar un lenguaje adecuado a esos nuevos hechos históricos. “Usted”, le dice, “nos ha sublimado tanto que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes”.

Pero tal vez Bolívar pedía demasiado a Olmedo. Si bien en las primeras décadas del siglo XIX se emprendió nuestra independencia política, es bueno recordar que sólo a finales de ese siglo, con los modernistas, se dio nuestra declaración de Independencia cultural, la toma de posesión de la lengua y la conquista de una voz firme para emprender el camino de la modernidad. Olmedo, poeta anterior a Baudelaire, a Whitman, a Rimbaud y a Mallarmé, difícilmente podía a comienzos del siglo XIX expresar en el lenguaje la enormidad de las aventuras que con aquel siglo nacían.

Bolívar adivinaba que era necesario el canto nuevo de las tierras nuevas, pero también en eso estaba adelantado a su tiempo. Tal vez deploraba también en el poema a la Batalla de Junín la ausencia del paisaje americano, la ausencia de ese carácter mestizo y mulato que estaba presente en sus campañas, el sabor de los nuevos tiempos y la tonalidad irreductible de los nuevos sueños humanos.

Lo cierto es que toda nuestra literatura posterior se dio a la tarea de explorar esas tonalidades y esos matices nuevos. La búsqueda de la fuerza del paisaje natural en la obra de Othón, de Julio Arboleda, de Gutiérrez González; la naturalidad y la gracia en el lenguaje que empezaba a alcanzar aquel enemigo de Bolívar, el joven dramaturgo Luis Vargas Tejada; el esfuerzo por atrapar el tono del hombre de las pampas en la obra de José Hernández y de los poetas gauchescos; la mirada contraída en las ceibas y los guásimos, en las garzas y los tigres del Valle del Cauca, en la obra de Jorge Isaacs; los matices del habla popular en los relatos de Tomás Carrasquilla o de Rómulo Gallegos; los regocijos del color local en Palés Matos, en Luis Carlos López o en Ramón López Velarde; el mágico esfuerzo por darles voz a la selva y a los ríos en la obra de José Eustasio Rivera.

Y las aventuras se hacían cada vez más complejas y más hondas: la indagación de la memoria ancestral en las novelas de Arguedas y de Juan Rulfo; los balbuceos mitológicos de César Vallejo, en las fronteras del mundo occidental; la reviviscencia de los mitos africanos en los poetas caribeños; la torrencialidad de Carpentier y de Vargas Llosa; la experimentación en diálogo con el Oriente y con el surrealismo, en los cantos de Pablo Neruda; la síntesis de lo español, lo indígena y lo africano en la biblia pagana de Gabriel García Márquez, y la intrincada red de fuentes culturales y de símbolos planetarios en la obra inagotable de Jorge Luis Borges, configuran algunas de las muchas y ricas conquistas que hemos obtenido en la búsqueda de una voz para reconocernos, para releernos y para dialogar con el mundo.

Aquí llegaron los africanos hace cuatro siglos, los europeos hace cinco y los asiáticos hace veinte mil años. Siendo hijos de todo el planeta, sería un error pretender que sólo somos hijos de España o de Europa, y que nos agotamos en sus metáforas. Ojalá este Bicentenario sirva para explorar esas nuevas y múltiples narrativas posibles que nos permitan abandonar la ilusión de ser una sola cosa y nos ayuden a reencontrar el rumor de multitudes que resuena en cada uno de nosotros. Será un placer dejarles a los que creen ser expresión de una sola fuente y fruto de una sola tradición, conformarse y deleitarse con los hilos grises de la monotonía y con los arroyos insonoros de la pureza.


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