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Las aventuras de Icíar en la selva

ROCÍO GARCÍA 28/02/2010
El País
Especial Bicentenario


"¡Os van a quemar vivos! Llamarles de todo a estos españoles!". Icíar Bollaín ambienta en la selva boliviana una de las películas españolas más ambiciosas del año, con 70 localizaciones y 4.000 extras. Así fue el rodaje.

Juliano Mamani
es un indígena boliviano de 28 años. Lleva pintada la cara, se cubre con un taparrabos y su brillante y negro cabello lo adorna con un colorido tocado de plumas. Sus pies apenas están cubiertos por unas medio alpargatas. Es muy serio y está sudoroso. Acaba de terminar de rodar una escena en la selva que rodea la ciudad de Villa Tunari, en el centro de Bolivia, en plena zona del Chapare. Icíar Bollaín ha dado un descanso a los centenares de indígenas, todos con atavíos parecidos a Juliano, tras agotadoras horas y disciplinado trabajo bajo un calor sofocante.

Juliano y sus compañeros acaban de volcar un coche policial, ahí al lado, en una escena de acción trepidante. El coche todavía descansa con un lateral en el suelo e importantes desperfectos en su carrocería. Juliano está reviviendo de alguna manera la lucha real que, siendo ayudante de carpintero, protagonizó hace nueve años a los pies de la cordillera de los Andes en la conocida como guerra del agua. Él ahora es uno de los miles de extras que trabajan en
También la lluvia, la película que Icíar Bollaín ha rodado en Bolivia a finales del año pasado y que en estos momentos está en proceso de montaje en Madrid.

También la lluvia es una película dentro de otra película. Narra el rodaje de un filme de época en torno al mito de Cristóbal Colón, al que muchos pintan como un hombre obsesionado por el oro, cazador de esclavos y represor de indios. Todo en el año 2000, cuando la población de una de las naciones más pobres de Suramérica se levantó contra una poderosa empresa y recuperó un bien básico: el agua. A cubierto, buscando contra el calor un refugio inútil bajo un árbol, Juliano Mamani recuerda perfectamente las protestas de trabajadores y campesinos, las huelgas y manifestaciones que dejaron la ciudad de Cochabamba aislada durante días y días, después de que la compañía norteamericana Bechtel intentara subir de manera disparatada el precio del agua.

La dimensión de la protesta fue tal que Bechtel abandonó el mercado boliviano, el contrato del agua quedó cancelado y se instaló una nueva compañía bajo control público. Fue en esas protestas en las que participó Juliano donde se forjó el líder cocalero y actual presidente del país Evo Morales. "El agua es vida. Éramos unas 3.000 personas organizadas en grupos. Aquella lucha mereció la pena, pero todavía continúa. Hay todavía zonas de Bolivia en las que estamos abastecidos gracias a cisternas y tanques por la mala administración de las instituciones", dice Mamani, mientras comienzan otra vez las prisas del rodaje.

Juliano Mamani representa como nadie el espíritu de También la lluvia, el pasado y el presente, la ficción y la realidad de una potente historia de resistencia y compromiso. La lucha por el oro del siglo XVI es ahora, 500 años después, la lucha por el agua. El filme narra el viaje de Sebastián, un director de cine mexicano, y Costa, un productor español, a Cochabamba y alrededores para rodar una película de presupuesto modesto sobre Colón, uno de los grandes iconos mundiales. La película avanza con dificultades, mientras la violencia va creciendo día a día hasta que toda la ciudad explota en la tristemente famosa guerra del agua. El filme, una ambiciosa producción de más de cinco millones de euros de Juan Gordon, de Morena Films, está protagonizada por Luis Tosar (en el papel de Costa), Gael García Bernal (Sebastián), Carlos Aduviri (Daniel/Hatuey), Karra Elejalde (Colón), Carlos Santos (el fraile Bartolomé de las Casas), Raúl Arévalo (el fraile Juan Montesinos) y Najwa Nimri (la reina Isabel). Gordon y Tosar acaban de recibir los Goyas a mejor película y mejor actor protagonista por su trabajo en Celda 211.

También la lluvia, quinto largometraje de Bollaín (Madrid, 1967) y primero que no escribe ella, parte de un guión, espléndido, de Paul Laverty, guionista habitual del británico Ken Loach, además de compañero y padre de los tres hijos de la cineasta madrileña. La directora acaba de terminar de comer, como todo el equipo, en una gran carpa instalada en un valle en los lindes de la selva. Sentada a la sombra en una silla roja de plástico, con un pañuelito azul en la cabeza que le ha protegido toda la mañana del implacable sol, reconoce que ella nunca hubiera escrito este guión. Sólo la idea le divierte, y se ríe abiertamente. "Paul me ha hecho un regalo con este guión. Lo mejor que me ha podido pasar es que ha confiado en mí, ha querido que yo lo haga. Creo que nos hemos dado cuenta de que ha llegado un buen momento de trabajar juntos. Yo me encuentro tranquila en mi quehacer, y él, también en el suyo. Era el momento. Vamos a ver cómo nos sale esta colaboración. Más creativo que criar juntos hijos hay pocas cosas, pero hacer una película juntos también". A ella nunca se le hubiera ocurrido volcar un coche en un guión suyo y se lo está pasando bomba. "¡Qué buena aventura! Al principio tenía mucho respeto por el guión, luego lo fui haciendo mío y ahora tengo la sensación de estar a su servicio. Voy a intentar contar lo que cuenta el guión, rodar lo que está escrito, porque tiene mucha emoción. Lucho por no quedarme por debajo de lo escrito; si llego más lejos, mejor, pero nunca por debajo".

Después de historias intimistas y de personajes -Hola, ¿estás sola?, Flores de otro mundo, Te doy mis ojos o Matahari-, Bollaín se enfrenta a su más ambiciosa película. Todo tiene unas dimensiones enormes. Han sido meses y meses de trabajo y muchos preparativos. Tanto en el Chapare como más tarde en Cochabamba, donde se vivió la ficción de la guerra del agua en la que se cortaron las principales arterias de la ciudad, ha movido miles de extras, 4.000 en total, de ellos cerca de 300 indígenas, con un equipo boliviano y español de 130 personas, unas 70 localizaciones, casi todas ellas en exteriores, y unas condiciones climatológicas y sanitarias complicadas. Ella está más que feliz. Es muy raro que incluso en momentos difíciles pierda la paciencia y la sonrisa. "Sabía que esta película iba a ser muy dura físicamente. Me daba miedo ponerme enferma, no poder aguantar el tirón... Además, con tantos extras y tantos actores. Es todo lo que yo he hecho hasta ahora, pero multiplicado por cincuenta".

No cree, sin embargo, que rompa de manera radical con su anterior cinematografía. "No es una película intimista, pero sí creo que es de personajes, y en eso se parece mucho a las anteriores mías, pero más grande, con una parte de época y otra del presente en la que narra acontecimientos sociales que pasaron en Bolivia, pero al final es una historia en torno a dos personas, sobre todo de una, Costa, el productor, que hace un viaje personal de madurez , de compromiso personal".

Otra cosa es la acción. Ese día, el hermoso e impresionante paisaje consigue suavizar por unos momentos el calor sofocante. Una colina con trece cruces de madera clavadas en el suelo, con pequeños montículos de leña a sus pies preparados para el fuego, aparece espléndida a lo lejos. La actividad en el terreno, verde y brillante por las lluvias de días anteriores, es frenética. Uno no sabe adónde mirar. Si a la multitud de indígenas, medio desnudos, algunos a pleno sol, que esperan atentos cualquier señal, o a aquellos soldados y colonos que con pesadas armaduras y los penachos en los cascos se refugian en los escasos árboles de alrededor.

En plena selva del Chapare, a escasos kilómetros de Villa Tunari, siguen clavadas las trece cruces, pero ahora, a ellas se han encaramado trece indígenas que van a ser quemados vivos. A su alrededor, otro centenar, muchos de ellos hablando en quechua, son obligados por los soldados a acercarse. Mujeres, niños, todos para contemplar el ejemplar castigo a los crucificados. El cura Bartolomé intenta pararlo: "¡Os lo ruego! Esto volverá a los indios en nuestra contra durante generaciones". "Os van a quemar vivos, llamarles de todo a estos españoles", les arenga Bollaín. Un indígena en la cruz destaca por encima del resto, con media cara pintada de negro y pesados abalorios en el cuello. Es Daniel, el auténtico líder de la guerra del agua, que en sus ratos libres trabaja como extra interpretando a Hatuey, en este caso, el líder de los indígenas. "Os desprecio, desprecio a vuestro Dios y vuestra codicia", proclama Hatuey, mientras que un murmullo y una oleada de emoción recorre a los indígenas, a los que han obligado a contemplar el espectáculo: "¡Hatuey! ¡Hatuey! ¡Hatuey! ¡Hatuey!".

La escena prosigue, y cuando el director de este filme de ficción, Sebastián, grita ¡corten!, un grupo de ocho policías rodean a Daniel y, aún cubierto por el humo de las hogueras, se lo llevan a rastras hacia una furgoneta de la policía. Los indígenas contratados como extras se rebelan ahora como ciudadanos y se desata la furia. Se abalanzan sobre el coche y lo vuelcan, consiguiendo así liberar a Daniel, su líder del agua. Es ahora cuando Icíar Bollaín, la auténtica realizadora, corta de verdad la escena. Ha estado animando y explicando con todo detalle y en plan didáctico no sólo la escena que acaban de rodar, sino todo el sentido de la historia. "Lo que tiene esta película, más que acción, son muchas cosas que contar. Es todo un reto narrativo. Contar cosas complejas, diseccionadas plano a plano. Le pedí consejo a mi amigo José Luis Borau, mi abuelo cinematográfico, de cómo rodar todo esto, y me contestó que plano a plano. Y así lo hago, como los hindúes dicen que se come un elefante, bocado a bocado. Estoy descubriendo que se puede contar todo, la cuestión es diseccionar todo en planos e ir de uno en uno", explica Bollaín.

Ese día, en el comedor improvisado, junto al médico contratado para atender las enfermedades propias de la selva y los posibles contratiempos, almuerza también el líder indígena de la tribu de los yuracarés, Justino Orozco, cuya comunidad se encuentra a dos horas río arriba de Villa Tunari, imprescindible en la preparación del filme. Junto a él, el coronel Daza, comandante de la Novena División, en cuyos asentamientos duermen los extras indígenas de los yuracarés, y que mostró su deseo de participar en la película como extra de soldado español junto a muchos de su tropa.

La escena de las cruces la divisan desde un alto Gael García Bernal y Luis Tosar, que, a pesar de lo engorroso de la selva, los mosquitos y el sol abrasador, se muestran encantados. "Todo, hasta la incomodidad, sirve para la película", asegura Tosar, cuyo personaje, el productor Costa, es un hombre cínico y descreído al que su presencia en la guerra del agua le cambia radicalmente. El entusiasmo de Sebastián, el director del filme dentro del filme, le va como anillo al dedo a Gael García Bernal, que firma como loco autógrafos en el set. García Bernal, toda una estrella en Bolivia, resalta el sentido épico de También la lluvia, esa explotación brutal de los recursos, antes por el oro y ahora por el agua.

"Yo quiero ser actor para ser libre", asegura el actor mexicano, poco antes de saludar cariñoso a Carlos Aduviri, el intérprete indígena nacido hace 33 años en un pueblo minero en la cordillera de los Andes y que vive en El Alto. Todos quieren a Carlos Aduviri. Desde el primer momento en el que se presentó al casting, ese hombre pequeño y nervioso les dejó clavados. Cambiaron incluso el guión. "Es un tío al que no le compras, al que no le mueves", asegura de él la realizadora. Y él, que quiso renunciar al papel -"Les voy a decir que no", me decía en el viaje a Cochabamba, "pero no pude, me encandiló Icíar, a ella no la pude decir que no"-, ahora está orgulloso de participar en un proyecto en el que se denuncia la esclavitud y la salvaje colonización.

"Nos han robado el oro, el agua, el gas. Es nuestra tierra, nuestra agua, nuestro patrimonio", proclama Aduviri, que lleva vendado un pie por las heridas causadas de tanto andar descalzo por estos andurriales.

Resistencia y compromiso. Pasado y presente. El oro y el agua. La dignidad de un pueblo. Tras nueve años obsesionado por la historia, investigando, entrevistando a gente, viajando a Bolivia, los mismos que su hijo Lucas, al que ha traído para que esté con su madre unos días, Paul Laverty parece haber alcanzado el cielo con esta película que le ha permitido examinar muchas ideas, mezclando el siglo XVI y el XX. "El concepto de resistencia me fascina", explica Laverty con esa amabilidad tan especial que posee.

La misma resistencia, la misma lucha que se percibe en todos y cada uno de los miembros del equipo por enfrentarse a esta gran aventura en plena selva boliviana.

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