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Un triunfo de la especie

Por Alejandro Lloreda
Revista Arcadia
(Colombia)
Especial Bicentenario


En la historia venezolana, Francisco de Miranda tiene el título de “Precursor”. Lo que no está claro es de qué fue precursor. Miranda fue, como escribió VS Naipaul, el primer suramericano culto que Europa conoció.

Hombre de la ilustración –coleccionaba libros y tocaba la flauta traversa–, fue amigo de Gibbon, Goethe y Jefferson, entre otros. Sus relatos de viaje comienzan un género literario que prosperaría en el siglo XIX: las memorias del viajero latinoamericano en busca de la civilización y el progreso, dos conceptos tan pasados de moda como el mismo relato de viajes. También fue el primer latin lover. En sus diarios relata, con lujo de detalles, lo que él llamaba ‘chapar’ en los palacios y burdeles de Europa –aunque no aclara si ‘chapó’ con Catalina la Grande–. Malcolm Deas, el historiador de Oxford, sugiere, con algo de malicia, que quizás también fue el primer lagarto: Miranda vivió a cuerpo de rey toda su vida y jamás pagó una cuenta. Está menos claro, y este libro no ayuda a aclarar, precisamente cómo contribuyó a la independencia. Sin duda alguna, la vida de Miranda –intelectual, militar, viajero, mujeriego, conspirador– amerita una nueva biografía, y Fermín Goñi cuenta su historia de una manera ejemplar.


Hijo de un comerciante canario, Miranda salió de Caracas en 1771, y compró, como era común en la época, el rango de capitán en el ejército español. Luchó contra los moros en Marruecos y luego contra los ingleses en la Florida. Injustamente acusado de contrabandista y espía inglés, el entonces teniente coronel Miranda desertó, y viajó a Filadelfia en 1783 para ver de primera mano la naciente república americana. Después de varios años de viaje por Europa, llegó al París revolucionario y por una serie de malentendidos –los girondinos pensaban que había sido un general en la revolución norteamericana– terminó comandando un ejército francés en Holanda.

Por otra serie de malentendidos fue acusado de traidor por los jacobinos, y se escapó por un pelo –y una amante influyente– de la guillotina. Volvió a Londres para retomar el lobby por la independencia de las colonias españolas que él bautizó “Colombeia”, donde conoció en 1810, al joven Simón Bolívar, entonces emisario de la Junta de Caracas. Esta reunión desencadenó la última etapa de su vida: Miranda volvió a Caracas y fue encargado de su defensa. Después de que el ejército patriota capitulara en julio de 1812, Miranda fue arrestado por el mismo Bolívar, y entregado al ejército español. Murió en prisión en Cádiz cuatro años después.
A pesar de sufrir la debilidad propia de las biografías noveladas –esto es, un diálogo que alterna entre un tono heroico y un cotidiano postizo–, esta obra supera otros ejemplos recientes como El mariscal que vivió de prisa, de Mauricio Vargas, y la grotescamente titulada El demente exquisito: la estrafalaria vida de Tomás Cipriano de Mosquera, de Víctor Paz Otero. Sin embargo, con la excepción de la reciente biografía de Bolívar del profesor inglés John Lynch –y no es una casualidad que sea extranjero– no hay muchas biografías académicas de la época en el mercado. ¿Por qué? Quizás como reacción a lo que los mexicanos llaman la ‘historia de bronce’ (por los bustos en bronce), y acá llamaríamos historia patria –o patriotera–, los historiadores profesionales en Colombia evitan el género de la biografía. Pero lo que comenzó como un cambio de énfasis sano y necesario de héroes y próceres a historia social y cultural terminó por cederles la biografía a los novelistas. Aunque hay buenas biografías en el mercado –como esta– resulta sorprendente, y algo decepcionante, que en el año del bicentenario los historiadores colombianos no hayan comenzado a revaluar el papel de los próceres en la independencia.


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