El Espectador (Colombia)
A Deng Xiao Ping le parecía prematuro responder si el Descubrimiento y la Conquista de América eran acontecimientos muy importantes para la historia universal, porque desde la perspectiva de cinco mil años de historia, cinco siglos de América son un tiempo muy breve. Y los dos siglos que celebramos de nuestra vida independiente podrían compararse a un instante.
Lo más asombroso de ese choque terrible, que comenzó en 1492, es que dos mitades del mundo hubieran crecido incomunicadas durante treinta mil años. Dioses, mitos, sueños, lenguas, costumbres, habían evolucionado de un modo autónomo.
Es todo un desafío preguntarse qué fue lo que llegó a América en el siglo XV: amalgamados en una sola fuerza venían la Edad Media y el Renacimiento, la ortodoxia católica y los moros clandestinos, los judíos y los cristianos viejos, la tierna religión de los místicos y la armada infernal de los inquisidores, el encierro español en la aldea y la avidez de mundos de la edad de los descubrimientos, las discordias de Europa y el humanismo, el viejo platonismo agustiniano y la nueva curiosidad tomista por la materialidad del mundo, el clásico sentido religioso de las proporciones y las jerarquías, y el nuevo espíritu escéptico que centraba todo en la individualidad y en la perspectiva, la cosmografía bíblica y la nueva cosmología copernicana, el naturalismo que había alboreado en la Divina Comedia y que ya llenaba los días y las noches de Leonardo da Vinci y de León Battista Alberti, la intolerancia de las Cruzadas y la curiosidad universal.
La llegada de Europa no fue por fortuna sólo una invasión militar y un saqueo desmesurado, sino el desembarco de siglos y de mitos, de lenguas y de preguntas, de manufacturas y de músicas, de la pasión pero también de la reflexión.
Ahora bien, preguntarnos qué era lo que había en América a la llegada de ese tropel de sueños y delirios, de ambiciones e instituciones, de cosmologías e instrumentos, es un desafío más desmesurado, porque Europa se ha pensado y repensado a sí misma, en tanto que América fue mucho tiempo rechazada por el pensamiento, acallada por el miedo, desdibujada por el prejuicio, desvirtuada por la caridad, borrada por la codicia y se diría que amordazada por la piedad. Europa, por fortuna, también había desarrollado en largos siglos unos instrumentos que le permitieron vigilarse a sí misma, desconfiar de sus virtudes, consultar oráculos más poderosos que la vanidad y que la soberbia.
Detrás de la cabalgata de los genocidas vino el galope asombrado de los cronistas; detrás de los trenos fanáticos de los capellanes militares, las cadencias deslumbradas de poetas como Juan de Castellanos; detrás de crímenes paranoicos como el Cajamarca, las reflexiones conmovidas del padre Vitoria; detrás de la expoliación y los hierros candentes, el desvelo atormentado de hombres como Bartolomé de las Casas; y ello nos hace sentir que Europa se vigilaba a sí misma, se criticaba, observaba la naturaleza, escuchaba el rumor de las lenguas, escuchaba su propio corazón y su conciencia moral. Por mil razones distintas fue capaz de dedicar años abnegados a la elaboración de las gramáticas de las lenguas indígenas, introducir a los nativos en el conocimiento de los instrumentos y de las músicas, sondear en los fundamentos del cristianismo para encontrar argumentos a favor de la dignidad de los pueblos sometidos, y hubo quien se atreviera a ver a Cristo redivivo en los cuerpos martirizados de siervos y de esclavos.
Nadie ignora que Europa se sembró hasta las médulas en el alma de América, pero en cambio suele ignorarse hasta qué médulas de Europa penetró la experiencia americana: cuánto cambió el hallazgo de América la vida de Europa. América es hoy inconcebible sin Europa. Asia vive por sí misma, África vive por sí misma, América, siendo distinta, no puede leerse sin parámetros europeos. Y por ello es importante advertir que el alma de Europa, para hablar en términos simbólicos, fue profundamente tocada por ese hallazgo, por esa extrañeza, por el hecho de que el continente que aparecía en el horizonte parecía cumplir muchos sueños y promesas que había arrullado su tradición cultural.
Fue como si emergiera de nuevo la Atlántida de Platón, como si apareciera la isla que avizoró Ulises en el poema de Dante, pero fue también como si emergieran entre las olas la nostalgia del Paraíso, las playas edénicas, las tierras donde fueron a predicar los apóstoles perdidos. Europa buscó en América durante un siglo todo lo que había perdido en los sueños y en los siglos: enanos, gigantes, sirenas, endriagos, silfos, duendes, centauros y amazonas, ciudades de oro, fuentes de la eterna juventud, países de cucaña, su inocencia perdida, su Eldorado y su Utopía.
La conmoción que produjo América pasó por Erasmo y Montaigne, y llegó hasta Voltaire y Rousseau. Por eso el influjo de la Revolución Francesa no es algo ajeno a nuestro mundo americano. América fue definitiva en la gestación y la maduración de ese fenómeno que llamamos la Modernidad. Una vez aparecida ya no se pudo renunciar a ella, ni en la economía, ni en la política, ni en la filosofía, ni en las artes.
El “buen salvaje” conduce al Emilio y al Contrato Social; a través de Cristo los diez mandamientos conducen en América a los Derechos del hombre; la prédica de la igualdad conduce a la duda sobre los derechos de la monarquía; el Nuevo Mundo hace pensar en la Nueva Jerusalén; el Renacimiento de las artes hace pensar en el renacimiento de la humanidad; una extraña avidez por volver a empezar iba llenando la sensibilidad y el pensamiento de los europeos, y fue debido a todo ello que un día los cañones de la Revolución dispararon contra los tronos.
El hecho americano, en sí mismo, había alimentado lejos los sueños que después produjeron el despertar de América.
* Leído en el Primer Congreso de Historiadores Dominicos de Colombia
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